La tercera curva
Nunca he sido supersticioso, pero debo reconocer que, a partir de los hechos que voy a relatar, he desarrollado un sentido práctico ante ciertas situaciones que se escapan a la razón. Al menos a la mía.
La historia ocurrió durante una noche cálida de verano en Madrid, una de tantas noches perfectas que nos regala el riguroso clima de la meseta: El cielo estaba cuajado de estrellas, el aire olía a hierba fresca, hacía una temperatura muy agradable y una brisa suave que invitaba a disfrutarla hasta altas horas de la madrugada. Esa noche perfecta volvía a casa con mi coche de hacer unas gestiones en un pueblo cercano de la sierra y circulaba por una carretera secundaria, estrecha y desgastada por el tiempo y el olvido, que apenas dejaba ver sus líneas blancas de señalización. A mi favor estaba que la visibilidad era buena y apenas había tráfico, por lo que conducía relajada y tranquilamente mientras escuchaba música en la radio.
Poco tiempo después de haber salido, llegué a una zona muy próxima a un complejo deportivo donde la carretera presentaba cuatro curvas consecutivas, todas ellas con una ligera pendiente descendente, de acuerdo con la dirección que llevaba. Junto a este complejo discurría un pequeño río que la carretera cosía a izquierda y derecha con un irregular hilo de alquitrán a modo de hilvanado terrenal.
En el momento de atacar la primera curva recordé, como siempre lo hacía desde que la oí por primera vez, la leyenda de la niña muerta que se le atribuía a la tercera de ellas. Era una curva bastante cerrada hacia la izquierda donde la pendiente se pronunciaba un poco mas que las demás. La leyenda atribuía a la niña la capacidad de salvar a los conductores de una muerte segura o de condenarlos a ella. Todo dependía, según decían, de la gracia espiritual del individuo. Un ligero escalofrío recorrió mi espalda y aguzó mis sentidos. El estado de alerta se instaló en mi y me “obligó” a reflexionar sobre mi gracia espiritual. Me sonaba a mi infancia, a mis 8 añitos, a las clases de religión donde unos días salía reconfortado y otros atemorizado por la misma fe que me llevaba hacia la luz. Hice un ligero examen de conciencia y, según creí, en ese momento, no tenía nada que temer, me encontraba en armonía conmigo mismo, a gusto y motivado por la vida.
Al salir de la primera curva reduje ligeramente la velocidad para entrar en la segunda y así luego enfrentar la tercera aún mas despacio. Cuando los faros del coche la iluminaron, la bruma formada sobre ella me devolvió un muro blanquecino que engullía la carretera, ni líneas blancas, ni referencias me dejaban intuir por donde iría la carretera mas allá de 8 ó 10 metros, cuidadosamente situé el coche pegado al exterior de la carretera para trazar la curva, cuando en mi cabeza escuché una voz infantil que me decía - ¡Cuidado!
El sobresalto me hizo pegar un volantazo a la derecha en el mismo momento que un camión subía la curva invadiendo en mas de un metro mi carril. Mi coche mordió el arcén y al encontrar un escalón lateral derrapó hasta que se detuvo con un golpe seco contra un mojón que indicaba el PK-7. El impacto, aunque pequeño, hizo que me golpeara la cabeza contra el volante y las luces del coche se apagaran, al tiempo que la radio dejaba de sonar.
Superado el aturdimiento inicial, instintivamente fui a abrir la puerta del coche cuando nuevamente oí – ¡No abras! – en el preciso momento que un autobús de línea arrancaba de cuajo el espejo retrovisor. El corazón se me salía del pecho, miré en derredor y no vi “nada”. Con cuidado abrí la puerta y en ese momento las luces del coche se encendieron y la radio recuperó la melodía anterior. Salí cuidadosamente mirando en todas direcciones, pero apenas había visibilidad. Un estado de ansiedad extrema se apoderó de mí. Las piernas apenas me respondían. Con mucha dificultad pude llegar a la parte trasera del coche donde me derrumbé como un muñeco y con el firme propósito de no moverme de allí hasta que recobrara la serenidad.
Minutos mas tarde y de alguna forma que desconozco y que nadie me supo explicar, llegó el RACE en mi auxilio. El empleado colocó los triángulos de seguridad reglamentarios por delante y por detrás del coche, me preguntó si estaba herido y tras mi negativa me enfundó el chaleco reflectante que encontró en mi coche, indicándome que me sentara en una arqueta que sobresalía el arcén que parecía una posición más segura.
Mientras el empleado reconocía los daños del coche dando un rodeo a su alrededor me iba interrogando sobre lo ocurrido. De una forma bastante inconexa le resumí lo acontecido. Sin inmutarse me escuchó atentamente hasta que finalicé mi extraño relato y me dijo:
- ¿Es Ud. supersticioso?
- Creo que no. – contesté sin demasiada convicción
- Pues, es el quinto que me cuenta lo mismo este mes y ¿Sabe una cosa?
- No. - respondí ansiosamente esperando algo que mi sistema nervioso pudiera asimilar sin sobresaltos.
- Que por está carretera no circulan vehículos pesados, ni camiones ni autobuses, están prohibidos desde hace mas de 15 años. – afirmó al mismo tiempo que asentía con un ligero movimiento de cabeza
- ¿Y cómo explica lo ocurrido?
- No lo sé, seguramente la respuesta la tiene Ud.
El empleado del RACE se dirigió hacia la parte delantera del coche y no regresó.
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