Cuenta la leyenda que hace tiempo, mucho tiempo, cuando los árboles aún hablaban con el viento, cuando los pájaros dirigían sus cánticos a las estrellas y aun cuando todos los seres de la Tierra eran libres en cuerpo y alma, sucedió que todas las estrellas del firmamento desaparecieron. Los antiguos cuentan como las estrellas entristecieron y se apagaron al ver como los humanos, recien creados, hacían tanto mal a la Tierra. Los pájaros dejaron de cantar, bosques enteros murieron de pena y el viento ya no silbaba en la noche clara bajo la Luna. Ésta ya no alumbraba con la misma lucidez de antaño y noche tras noche pasaba sin que las estrellas volvieran a hacerle compañía. Así que un día se puso a llorar pensando que así podría pintar de nuevo el cielo con sus brillantes lágrimas. Y así sucedió: en el firmamento de nuevo volvieron a brillar millones de puntitos de luz. Los pájaros volvieron a cantar a las nuevas estrellas y los árboles y el viento de nuevo se comunicaron transmitiendo el mensaje de alegría a todas las criaturas de la Tierra. Pero algo pasó: una de esas lágrimas cayó a la Tierra; y las montañas, más altas que nadie, la vieron caer de las alturas sobre el mar. –contaban-, y así se lo hicieron saber al viento para que lo dijera por todo el planeta. La noticia voló rápido y en menos de dos días todo el mundo conocía a la hija de la Luna.
Hundida en el mar a 1000 metros de profundidad, esta hermosa joya aguardaría allí dormida en el rincón más recóndito del mundo para quizás ser rescatada algún día. Pero eso sí, sólo aquella persona que tuviera la suficiente valentía para enfrentarse a los múltiples peligros que le aguardaban y la suficiente fe como para no abandonar en los momentos de más desesperación de tan aciaga empresa, sería capaz de recuperar la mítica joya. Durante 18 siglos muchos y muy valientes marineros del mundo, los que más, salieron en su búsqueda, pero ninguno consiguió arrancarla de las profundidades. Sin embargo, aquel muchacho... sí... recuerdo a aquel muchacho, Osnofla se llamaba. Sí, él la consiguió sin duda, yo lo vi con mis propios ojos. Fue un 26 de Agosto cuando embarcó en solitario hacia la mar. Todos lo llamaron loco, todos se mofaron de él, todos menos yo. Incluso me ofrecí voluntario para acompañarle en tan apasionante búsqueda, pero él se negó. Quería realizar esto sólo, sin la ayuda de nadie. “Gracias, pero tengo la suficiente fe como para conseguirla por mí mismo” -fueron sus palabras-, y sin más se hizo a la mar. Sólo él, su barco y su gran y preciada arma: su fe.
Hoy han pasado muchos años ya y muchas teorías son las que hay sobre su paradero. Unos dicen que murió en el intento, otros que se cansó de buscar, pero que no obstante encontró un lugar más bonito y próspero donde vivir. Sin embargo, yo mismo puedo dar fe de que nada de eso es cierto. Yo lo vi con mis propios ojos. Tal vez me llamen loco, de hecho más de uno aun al día de hoy lo hace, pero yo sé lo que vi y eso es lo que cuento. Sí, pasaron seis años, justo seis años después de su marcha cuando una noche de verano vi su barco surcando los cielos. Su brillo competía con el de la misma Luna cuando al pasar por delante de ésta se fundían ambas figuras en la oscuridad de la noche. Dentro del barco vi dos sombras abrazándose y una de ellas hacía justicia a la descripción de la leyenda: “Algo más brillante, más lúcido y más bello que la misma Luna”. Sin duda alguna Osnofla, después de seis largos años, lo había conseguido, pero no había conseguido algo, sino alguien. En verdad era una joya, pero una joya con forma humana. Bella, de cabellos largos y brillantes, tanto como ella misma, y de una belleza digna de una diosa. Esta imagen duró algunos minutos, aunque en mi mente perdure todavía. Aquel barco se alejó en la profundidad de la noche con las dos figuras abrazadas y pasó a formar para siempre un puntito más de luz. Desde entonces yo estoy convencido que cada estrella que sale nueva cada noche es una historia de amor que pese a las adversidades ha conseguido triunfar gracias al esfuerzo, pero sobre todo gracias a la fe. Osnofla y la hija de la Luna jamás se separaron y brillaron allá en lo más alto del firmamento como la estrella más grande que jamás haya existido ni existirá. Por fin su amor es eterno...
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