Cuando amanezco sin palabras comienzo a recorrer con ansiedad, cada uno de mis rincones como si hubiera perdido las llaves, la mismísima partida de nacimiento.  
Levanto las piedras de mis creencias dispuestas a soltarlas una a una. 
Mis sensaciones son oscuras puertas que sólo se abrirán a la luz de la palabra.  
Emprendo su búsqueda con la inquietud que sienten los niños ante una promesa, me pido pistas y señales. 
Interrogo con desconfianza a la tristeza que de cómoda se volvió vicio y renuncio a la levedad  por anodina. 
 
Siento ese particular frío cuyo origen conozco pero que sólo a veces encaro, me asomo a un borde que puede ser milagro o pesadilla y me detengo, perpleja, justo en el punto donde el universo se divide en dos.  
Como habitantes de su única y posible morada vagan grises y aburridos los recuerdos. Deambulan, entran y salen por puertas imaginarias, no me engañan, no me engaño. 
Decadentes y oscuros payasos jubilan certezas. 
Los miro, me miran...  
Ellos y yo sabemos que la libertad se pasea casi al alcance de mi mano. 
 
Huecos personajes, actores fracasados de antiguos montajes que no se resignan a la última bajada de telón, cáscaras de frutos ya inexistentes, mediocres oficinistas de grises ropajes en un incesante simulacro de trabajo. 
Confunden su errar con hacer camino, y el caminar con volar. 
 
Y yo ando de estreno. 
 
Sé que detrás de ellos suelen esconderse los sueños, rescato a los caídos, detengo a los prepotentes y desnudo mis pesadillas. 
 
Celebro la primera palabra, inexacta, equívoca, como todas.  
Me sabe a gloria y sé que cualquiera de ellas es mejor que un grito cuando pierde su voz. 
  
 
 
 
 
© Cristina Chaca  |