Sólo el aroma de su piel se delineaba en la penumbra de la casa. Detrás una bahía de miedos inundaba el laberinto de su mente como una estela de sudores. Y su mirada se perdía en el abismo de las las tardes, bajo esa resurrección de pájaros indagando las copas arboladas. Solitaria, se extendía en cada atardecer en que las almas se ocultaban abrigadas de troncos y de aguas. Perdida entre los años que dibujaban pequeños trazos de bondades, inmersa en la hoguera de su psiquis que no le daba tregua, bajo el desamor de ser y no la sobreviviente que restaba. Ante un último resabio, sus ojos se hundieron en la llegada de ese día, que como un sabotaje impredecible, produciría el desenlace. Luego el adiós a los cerrojos, una meditada despedida, la gravedad albergando su misterio, el cuerpo a la par de un nuevo mundo, su mirada atrapada en los confines, la oscuridad de esos soles y esas lunas, el aire carcomiendo sus mejillas bajo un mudo despertar de ecos y túneles, esa infinitud abierta a los silencios, su perfume reptando en indefensas barricadas como un único refugio: la eternidad...

Ana Cecilia. ©