Y mi noche caía en la desembocadura de tu luna, como una mirada tenue que traspasaba la imaginación.



Ayer regresé bajo las nubes silenciosas al rincón que nos juntaba; unos pocos hilos de luz tallaban el hemisferio de tu cara, en una red añeja de recuerdos. Te miré dormir acunada por la hierba que soplaba vagamente, para arrullarte en el abismo de mis manos. Tu sonrisa alborotaba el color de los canteros, en los brotes que nacían debajo de los mármoles. No querías que me fuera, tu semblante susurraba mi nombre que se expandía en el infinito; pero no podía cumplirte, el destino signaba una vez más mi alejamiento. Detrás, el cielo fue cerrando la oscuridad de mi dolor, mientras el paraíso se perdía en el esqueleto del poblado. Y como un eco retumbé en el soplido de los álamos que acechaban las filas de los cuerpos; tu nombre estaba allí mi amor, reviviendo el gravado en la espesura de una placa. El viento ahuyentó mi ser que deambulaba sigiloso, para dejarte tendida con el frío; y como una leve sombra me volví a fugar de ti. Nadie me vio partir bajo la noche, solo sentí el suspiro tibio de tu voz Mariel, que se extendía en el murmullo del follaje.

En la lápida, los dos nombres paralelos respiraban la misma eternidad en comunión; solo que uno, había sido el elegido.

Ana Cecilia.