MALDITOS CELOS
Vivía trastornado, paranoico, la forma misteriosa en que se conducía la mujer que él amaba, lo inducía a ese estado de locura que desequilibraba todo su ser.
En las noches sus dudas se disipaban, eran los dos una sola llama, cautivándose, fascinándose, explorándose, creando nuevas lunas para luego quedarse dormidos en ese fuego que los consumía. La magia culminaba a las seis de la mañana con el sonido del despertador, que se había convertido en un enemigo despiadado y cruel.
Esa mañana fue distinta a otras, a la sonrisa de ella, una mirada de desprecio de él, rechazó sus caricias una y otra vez, no volvería a caer en sus encantos, no se dejaría seducir por el sabor de sus besos y el calor de su cuerpo. Tenía la certeza que Sara lo traicionaba, estaba seguro y dispuesto a confirmarlo.
Sara entró a ducharse, no con él, ese día la soledad era su compañía, en tanto Antonio, abrió un cajón, sacó cuidadosamente del estuche un revólver que ahora sería su amigo, quién iba a ayudarlo a librarse de quién con sus ironías, traiciones, habían hecho de su vida un delirio.
Desayunaron, el silencio presagiaba el comienzo de una tormenta. Llegó la hora de marcharse, con desprecio esquivó el beso apasionado con el que siempre se despedían. El odio iba aumentando, esta vez sólo aparentaría ir a su labor diaria, estaba decidido a terminar con la farsa de esa cretina a quién entregó su vida y alma.
Eran las siete de la mañana cuando la vio salir, la siguió, sólo siete cuadras y ese maldito edificio. Sabía a que piso iba dirigirse y el número de departamento, muchas veces la vio entrar allí, sufriendo y callando en silencio.
Se sentó en el cordón de la vereda, lloró como un niño al que hieren en sus sentimientos más profundos, hasta quedar sin lágrimas e inmediatamente, incorporándose sacó el arma que traía consigo, la ubicó en su sien, terminaría de una vez por todo con esa agonía que lo abatía lentamente. En ese momento observó a un hombre que entraba en el edificio ¡Ese hombre! ¡El amante de su mujer! Fuera de sí, decidió enfrentarlos, estaba dispuesto a desenmascararlos. Espero que alguien entrara al edificio para acceder a él, subió las escaleras desesperadamente, empezó a golpear la puerta violentamente vociferando el nombre de ella:
_ ¡Sara! ¡Sara!
Ella abrió la puerta, lo miro sorprendida, nunca supo que palabras iba a pronunciar, disparó contra ella, observó como lentamente caía, aún muriendo, vio dulzura y tristeza en los ojos de ella, lo que lo encolerizó aún más, unos gritos lo sacaron de ese estado absorto en que estaba.
¡Era él! El endemoniado amante, que corría al lado de Sara, la tomaba en sus brazos, se resistía a perderla, quería revivirla, entre gritos y llantos alcanzó a decir:
- ¡La mataste Antonio! ¡La mataste! ¿Por qué? ¿Por qué lo hiciste? ...
Cómo respuesta recibió tres disparos que acabaron con su vida. Ahora estaban los dos ahí, cubiertos en un mar de sangre, cómo la basura que siempre fueron, nunca más iban a burlarse de él. Empezó a reír con ironía y sarcasmo, en tanto que el murmullo de los vecinos, la sirena, y la voz de alto de los policías lo sacaron de esa escena.
No se resistió, lo llevaban detenido. Los vecinos, gente del lugar, hablaban entre ellos, lo miraban con desprecio, lo increpaban, hasta que escuchó la voz de dolor de un niñito que le sacudió todo su ser:
- ¡Quiero ir con mi papá! ¡Quiero a mi mamita!
Se dio vuelta y vio al niño, Pablito, siete añitos, recordó sus juegos con él, sus paseos, el amor que sentía por ese niño. No quería que llorara, no quería que sufriera, cuando pretendió correr a su lado se dio cuenta que no podía, lo tenían esposado y pronto a subir al móvil policial. Desde allí lo llamó, quería consolarlo, abrazarlo, devolverle su sonrisa:
- ¡Pablito! ¡Mi niñito! Ven....
- ¡Te odio! ¡Eres malito tío! Mataste a mis papás ¡Tú, los mataste! - dijo el niño entre sollozos con voz entrecortada.
Momentáneamente recobró su cordura, horrorizado se dio cuenta que él, era el intruso, el endemoniado, ese detestable que traicionó a su propio hermano, un pobre trabajador de guardia nocturna. En un solo instante pasaron por su mente imágenes de ese prohibido amor que poco a poco fue enloqueciéndolo, ahora ya todo era muy tarde, su hermano estaba muerto, la mujer que adoraba también y él en un infierno del que jamás podría librarse.
Los celos... pueden cambiar escenas, pueden cambiar roles, pueden cambiar varias vidas.
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