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Al fin le llegó la hora.

Por Víctor H. Campana

Ocurre otra vez. El deseo latente de desaparecer de la faz de la tierra surge de nuevo. Esta vez le hiere con fuerza fulminante. Antes, los agudos estados de depresión eran simplemente deprimentes y fastidiosos; venían y se iban como sueños repetidos o como indigestión. Regularmente los ahoga en alcohol. Pero esta ocasión es diferente: hoy es en serio. Al fin le llegó la hora de apretar el gatillo.
El momento es apropiado. Está muy tranquilo afuera y Paúl Beltrán está solo en su cuarto, en el segundo piso del edificio, con frente a la plaza principal. El fusil está arrimado contra la pared, junto a la cama. Paúl se sienta en la cama, toma el arma y la acaricia. Este fusil ha sido su fiel amigo por más de un año; es un Máuser fabricado en Checoslovaquia. Todos los días se entretiene con él, de modo que siempre está limpio y listo para entrar en acción. Sosteniendo el rifle con la mano izquierda le inserta un cartucho de cinco balas, lo rastrilla y le quita el seguro. Luego se levanta y con el arma en sus manos se dirige hacia la ventana abierta. Se detiene ahí por un largo rato contemplando por última vez la plaza desierta, la iglesia y las casas que le rodean. Conoce con sus nombres a los habitantes de esas casas y les dice adiós con su pensamiento. Alza la cabeza y mira al cielo que está azul y limpio y esboza una sonrisa como diciendo, “allá voy dentro de un momento”. Aún parado junto a la ventana, Paúl se vira y mordiéndose el labio inferior mira el interior de su habitación como examinándola por primera vez. Y en voz alta se pregunta, “¿Y ahora, dónde y cómo va a ser?” Luego razona, “De pie sería una posición absurda y caería ridículamente sobre el piso. ¿Acostado en la cama? No. Acostado en la cama estaría bien si estuviera enfermo o débil, pero yo estoy saludable y fuerte; además, no sería digno de un verdadero hombre. Sentado en una silla parece que es la manera más apropiada de hacerlo”. De modo que se sienta en una silla frente a la ventana abierta y coloca el fusil entre sus piernas con la boca del cañón debajo de su quijada. Paúl es un soldado y como tal sabe que debe aceptar la muerte como algo inevitable y sin ningún temor.
Paúl Beltrán creció en la pobreza en una familia de ocho: sus padres, tres hermanas y dos hermanos. Él es el tercero y el mayor de los varones. Vivían en una alegre y fragante ciudad, arriba en los Andes cerca de la línea ecuatorial, apodada “La ciudad jardín” por su tierra fértil que produce toda clase de frutas y flores. Pero la casa donde vivían que no era de ellos porque simplemente la rentaban, era pequeña y fea, no olía bien, no tenía flores ni frutas alrededor y en el interior había ratas y cucarachas. En su único dormitorio había tres camas, una para los padres, una para las hermanas y una para los hermanos, con una bacinilla debajo de cada una. Usaban el servicio higiénico que estaba en el patio y separado de la casa, solamente durante el día. Cada vez que Paúl lo usaba se le revolvía el estómago. Compartían ese lugar hediondo con dos familias que ocupaban dos pequeñas casas detrás de la de ellos pero en el mismo lote. Esas familias también tenían muchos hijos y casi nadie se preocupaba de limpiar el servicio higiénico. El cuarto frontal de la casa era la entrada principal y también el taller del padre que era joyero. Entre el taller y el dormitorio estaba la cocina, un cuarto de regular tamaño con un brasero de carbón en el piso, en una esquina, y un lavadero de hierro donde se lavaban ellos y también lavaban los platos y ollas. Para lavar la ropa y bañarse caminaban una milla al río una o dos veces por semana. Estaban hambrientos la mayor parte del tiempo porque no tenían mucho para comer y había días en que sólo se mantenían con una infusión azucarada de alguna hierba como menta o toronjil con un trozo de pan. No tenían electricidad y usaban velas y una lámpara de querosene durante la noche. A Paúl le fascinaba leer y pasaba casi todos los días hábiles de la semana de siete a diez de la noche en la biblioteca pública haciendo sus deberes escolares o leyendo novelas de aventuras.
Belisario, el padre de Paúl, murió hace cinco años cuando este apenas tenía catorce. La muerte del padre fue para Paúl una experiencia traumática que le ha causado pesadillas todo el tiempo. El padre quería a Paúl más de lo que le quería su madre y él amaba al padre más de lo que amaba a la madre. Belisario era un hombre amoroso y juguetón y Paúl era su hijo consentido a quien le dedicaba mayor atención y le complacía en todos sus caprichos. Rosa María, la madre de Paúl, en cambio era muy estricta y ejercía mayor control sobre él, asegurándose de que se portara bien, pero no le dedicaba mucho tiempo como lo hacía el padre. Ella se preocupaba más por las tres hijas y los dos hijos menores.
Durante tres años después de la muerte de Belisario, Paúl asumió las responsabilidades como jefe de familia. Esto implicó varios cambios fundamentales. Lo primero que hizo fue suspender sus clases de la escuela secundaria para matricularse en un colegio nocturno. Había aprendido el oficio y se consideraba un buen joyero y un buen vendedor de joyas. Automáticamente tomo posesión del taller y comenzó a trabajar como joyero, pero no tuvo éxito, porque los clientes no confiaban de él, un muchacho con cara triste, y llevaban el trabajo a otro lugar más respetable. Todos los días tomaba algunas joyas de las que había dejado el padre y las que él construía para ir por la calle como vendedor ambulante. Cada persona a quien trataba de venderle una joya quería aprovecharse de él asumiendo que estaba ofreciendo mercadería robada. Trataba de convencerles que él era una persona honesta y que su negocio era legal, pero nadie le creía. Cuando se dio cuenta que esta actitud no le daba buen resultado, decidió dejarles creer lo que quisieran creer y de esa manera aprendió a usar la ambición de ellos en su favor, logrando así una buena y rápida venta.
Desde entonces para Paúl solo ha sido trabajar y trabajar para apenas sobrevivir sin ninguna alegría. No tenía tiempo para amigos o diversiones. Vivía como un lobo solitario en un mundo oscuro, frío y cruel. Poco tiempo después de la muerte de Belisario, la madre logró colocar a sus hermanos menores en un internado para niños pobres, patrocinado por el Gobierno, y ella y sus hermanas mayores consiguieron trabajo. Con esta nueva separación, Paúl se sintió más solitario que nunca y comenzó a pensar y creer con mayor fuerza que Dios le estaba abandonando. Y en sus largos momentos de soledad se veía envuelto en sombras y oía gritos despavoridos que le causaban terror. Y un día, Paúl se enlistó en el ejército deseando escapar del mundo en que vivía. Pero esta acción suya no le trajo el alivio que esperaba obtener, pues seguía sintiéndose como una víctima indefensa en los oscuros designios de la vida. Mirándose a sí mismo se comparaba con un peón de ajedrez empujado por las poderosas fuerzas que manejan este juego. De modo que pensó para sí: “¿Por qué debo vivir con dolor esperando el inevitable mate, cuando puedo elegir mi propio escape?” Pensaba que escapar de la vida era simplemente su deber, repitiendo frecuentemente las palabras de Vargas-Vila, ese famoso escritor colombiano que dijo: “Cuando la vida es un dolor, el suicidio es un deber”. Sentía que al escaparse de la vida estaría cumpliendo su deber como muchos hombres y mujeres, jóvenes y viejos, lo habían hecho antes. Y así, en los últimos momentos dice: “Es mi turno ahora. Yo soy el próximo en la línea”.
De modo que todo está decidido. Paúl siente la boca del fusil tibia y cariñosa, como la boca de una mujer dándole un beso de despedida a su amante. En realidad él no sabe cómo se siente el beso de despedida de una mujer. Nunca le ha besado una enamorada o amante. Le han besado sus padres y hermanas, pero sus besos no eran de despedida. Eran besos para mantenerse unidos, no para separarse. Siente el gatillo bajo su dedo halándolo como un imán. Un pequeño apretón y en una fracción de segundo todo habrá terminado.
La anticipación del momento final le estremece y se le seca la boca. El corazón le palpita más rápida y fuertemente. Se esfuerza para sostener el dedo y así saborear este momento crucial un poquito más. Ve y siente lo que va a suceder. Todo le parece que es como poner una uva fresca en la boca, sentir su redondez con la lengua y saborear su delicada dulzura. Y después de sostenerla ligeramente entre los dientes morderla y sentir la explosión de su jugo cálido y dulce llenando la boca y esparciéndose a todos los sentidos, y que luego de tragarlo desaparece.
Está a punto de apretar el gatillo cuando el reloj de la torre de la iglesia frente a la ventana da tres campanadas. Su atención se dirige hacia la iglesia y retira el dedo del gatillo. ¿Que le salvó la campana? Solo momentáneamente. Separa el fusil de su quijada, se restriega la cara de abajo hacia arriba y se sostiene la cabeza entre las manos.
Es la tarde de un sábado claro y abrigado a fines de verano y un buen tiempo para partir de este mundo. Parece que es más fácil abandonar un lugar cuando no está oscuro o lloviendo. Se dispone a reanudar sus acciones cuando alguien toca a la puerta. Coloca el rifle sobre la cama y abre la puerta. Es un soldado. “Mi sargento, tengo un dolor de estómago que me está matando”, dice el hombre cuando entra. El pobre diablo está sufriendo de disentería. Paúl le pone una inyección de emetina y le dice que tome mucho té con limón.
Paúl es enfermero militar desde hace seis meses. Después de medio año de haber ingresado al ejército descubrió que la vida del cuartel era peor que la que dejó atrás. Aquella vida era miserable y dolorosa, pero allí por lo menos podía moverse a voluntad. Aquí en el cuartel se siente aprisionado, viviendo bajo un sistema absurdo y obtuso. Hubo un día en el que también quiso escapar de este mundo militar, pero no pudo hacerlo. Estaba obligado a servir por lo menos un año para cumplir así la conscripción obligatoria. “No será un total desperdicio si aprendo algo que pueda ayudar a alguien además de a mí mismo”, dijo con resignación. Entonces se ofreció voluntariamente para tomar un curso de enfermería de seis meses en un hospital militar.
Ya de vuelta en la silla frente a la ventana y con el arma en sus rodillas, piensa de pronto que usar un fusil no es la mejor manera de matarse. Ve que dejaría el tumbado, las paredes y el piso cubiertos de sangre, con sus sesos esparcidos por todos lados. Se ve tendido en el suelo, descabezado, con el espaldar de la silla sobre el pecho y le repugna la escena. Sabe que todo esto tendrá que limpiar algún pobre soldado y lo ve como una desconsideración. Entonces piensa que debe haber una manera mejor que esta, menos sangrienta. Abre el gabinete de medicinas para ver qué es lo que allí guarda. El lugar donde se encuentra es la enfermería del cuartel con un compartimiento que es su dormitorio. Gracias a esta combinación sus servicios están disponibles día y noche. Algunas de las cosas que encuentra son verdaderamente mortales si se las usa apropiadamente. Por un momento considera tomar veneno, pero rechaza la idea enseguida. Una vez vio morir a un perro envenenado. Fue algo terrible. El pobre animal sufrió tanto y le tomó mucho tiempo para morirse. Sucedió en casa de su abuela paterna. Ella tenía un perro pequeño que ladraba todas las noches y uno de los vecinos o vecinas lo envenenó como solución para dormir sin interrupción. Y se dijo en voz alta: “Esa clase de muerte no es para mí. La idea es matarme limpia y rápidamente, no morir en agonía. Los narcóticos no me atraen. Estos causan inconsciencia, y yo quiero estar consciente y enterado de mi partida”. Simplemente para considerar otra opción, decide salir a caminar un rato.
Sale del cuartel que está en la mitad del pueblo, una pequeña guarnición fronteriza con un par de miles de habitantes, y al caminar a través de la plaza desierta, un pensamiento cruza su mente: “Creo que debería entrar a la iglesia, mirar su interior y saber qué es lo que Jesucristo tiene que decir”. Paúl abandonó la iglesia católica hace mucho tiempo, cuando apenas tenía nueve años de edad. Fue justo después de su primera confesión que presidía a la primera comunión que nunca la tomó. Él era básicamente un buen muchacho. Sus peores pecados eran desobedecer y mentir a su madre. Nunca había mentido o desobedecido a su padre, pues nunca tuvo razón para hacerlo. Cuando ya no tuvo más pecados que confesar, el cura trató de "ayudarle" preguntándole si había cometido ciertos actos de los que él no tenía la menor idea, por ejemplo cuando le preguntó, “¿Te has masturbado?” Esa fue la primera vez que oía la palabra “masturbado” y le preguntó al cura, “¿Qué significa eso, padre?” El cura le explicó el significado y su procedimiento y después le dijo que rezara un número de oraciones como penitencia y que volviera por una segunda confesión antes de la comunión. En ese momento, ante el confesionario, su estado de conciencia cambió bruscamente, en realidad se trasladó a una nueva dimensión, a un mundo lleno de luz, música y gente alegre, un mundo diametralmente opuesto a la opresiva oscuridad de la iglesia. Este mundo inmaterial lo sintió como una realidad tangible dentro de su ser y entonces, sin pensamientos o deseos, se levantó, caminó directamente hacia la puerta y salió de la iglesia. Ya algo distante de ella se detuvo, se volvió para mirarla y luego de un momento de contemplación dijo para sí mismo, “Nunca voy a regresar”. Pero no puede entrar a la iglesia esta vez. Sus puertas están cerradas, lo que le deja abandonado para contemplar él solo su próximo suicidio.
Y así sale de este adormitado pueblo en la cima de los Andes cuyo nombre siempre le intrigó: Alamor. Piensa que quien le dio ese nombre quizá fue un romántico que quiso significar “Al amor” o “hacia el amor”. Aunque el nombre siempre le pareció lindo, nunca tuvo sentido para él. Le sonaba como una burla, especialmente ahora cuando está a punto de dejar atrás todo pensamiento de amor mundano. Paúl toma la ruta que va hacia las montañas, los picos altos de los Andes, y después de caminar unos treinta minutos, encuentra el sendero que lleva a la cima de una colina. Es una subida fácil y vigorizante. En el centro de la cima se levanta frondoso un enorme y solitario árbol de mangos. Hay otros árboles detrás de este, pero están como a unos doscientos pies de distancia. Paúl camina hacia el árbol y se sienta debajo de él.
Un mango amarillo cuelga de una de las ramas sobre su cabeza, lo arranca y lo sostiene entre las manos. Al mirar a esta fruta ve que hay una similitud entre el mango y él mismo como entes vivientes. El mango nace de un árbol y crece, luego alguien se lo come o cae al suelo, muere y se pudre. Esto lo ve como el proceso normal de la vida: creación, subsistencia y destrucción. Y observa que nada en realidad desaparece, que todo cambia de una forma de materia a otra y que esto es lo que pasa con todas las formas de vida, incluyendo la vida humana.
Paúl no cree en la vida después de la muerte. Él piensa que todas las criaturas existen hoy, esta vez únicamente, que vienen, duran por un tiempo, como el mango que tiene en sus manos, y luego se van para siempre. Por supuesto que sabe lo que dice la religión. Nació en una de ellas, pero la abandonó porque de pronto no estaba de acuerdo con ella. No aceptaba la creencia religiosa de que todos los humanos nacen en el pecado, una vez nada más y que están condenados a castigo eterno si no buscan arrepentimiento. Y Paúl preguntaba: “¿Arrepentimiento de qué? ¿De un pecado que no hemos cometido? ¿De haber nacido?” Luego razonaba: “Según esta religión mi libre voluntad no cuenta para nada. Además, no da respuestas lógicas a preguntas fundamentales sobre la vida y Dios. Dice que la voluntad de Dios está fuera del entendimiento humano. Si esto es así, entonces ¿qué saben los sacerdotes acerca de Dios y de la vida?” Y mientras más inquiría sobre la religión, más vacía y superficial se le hacía; de modo que consideraba insensato seguir en ella y se reafirmaba diciendo: “Así que no hay razón para temer un castigo divino porque no existe tal cosa como la vida después de la muerte”.
Luego de poner el mango en el suelo, Paúl se levanta y camina hacia el lado opuesto de la colina. Llega a un punto donde la colina está quebrada y hay una ancha y profunda grieta casi vertical causada tal vez por un terremoto. Parado al borde del precipicio siente vértigo; está totalmente mareado. Cree que va a caer al fondo del abismo sobre las rocas a unos cien metros abajo. Es una extraña sensación que nunca la ha experimentado antes. No hace nada para recuperar el control de sí mismo; en cambio, se rinde completamente a la fuerza que le domina y se deja caer. Y va cayendo y cayendo y cayendo. Mientras cae siente la fricción del aire en la cara y los brazos moviéndose como si estuviera volando. Ve que el suelo se viene rápidamente hacia él, pero demora una eternidad para golpearle. La caída dura lo suficiente para que pueda recordar muchos de los eventos de su vida desde que era un niño. Ve pasar frente a su visión escenas de la época en que vivió en la miseria y vuelve a sentir las angustias del hambre. Ve a su madre y a su padre esforzándose dolorosamente para ganarse la vida, mientras él pregunta enojado: “¿Por qué tenemos que soportar este sufrimiento cuando otros tienen todo lo que quieren?” Y se ve a sí mismo corriendo, como escapando de algo, y su madre detrás de él tratando de alcanzarlo. En el instante que ella le agarra del hombro izquierdo, siente el impacto de la mano como una descarga eléctrica que altera todo el escenario del momento. En un violento impulso por suspender la caída quiere asirse de la mano de su madre y entonces su conciencia da un giro diametral y el mundo desaparece de su vista. De la profunda y silenciosa oscuridad en que se encuentra surge un pequeño círculo de luz, como una nube blanca que gradualmente se agranda e intensifica. Su atención se fija en esta bola blanca cuya luz se proyecta en él y oye una voz que le dice que lo que ve y siente es energía divina, que es la manifestación de Dios. Luego de esta experiencia mística su percepción cambia y ve que esa bola de luz es el simple reflejo de sí mismo como si estuviera ante un espejo. Y entonces, se ve que no está cayendo sino flotando en el espacio bajo el control de su voluntad. Al cabo de un momento inmensurable aterriza lentamente de bruces sobre una superficie blanda.
Ya no es una visión. En verdad se ha estrellado contra el suelo y permanece allí tendido boca abajo, completamente inmóvil mientras su conciencia gradualmente le trae a la realidad del momento. No siente dolor ni ansiedad. Todo está muy tranquilo dentro y fuera de sí. Es extraño, pero se siente feliz. Oye sonidos cantarines y el batir de alas que le hacen pensar: “¿Estoy rodeado de ángeles? Fue una experiencia bella caer al otro lado de la vida. Entonces, ¡sí hay vida después de la muerte!”
Sabe que todavía posee un cuerpo, de modo que puede pararse, caminar o volar. Abre los ojos y ¿qué es lo que ve? Ve el árbol de mangos y pájaros volando sobre él. Trata de levantarse y cuando mira hacia el otro lado se asusta terriblemente: está tendido justo al borde del precipicio. Instintivamente se revuelca alejándome del filo y se levanta.
Despacio camina hacia el árbol de mangos y se sienta debajo de él nuevamente. Cierra los ojos y permanece inmóvil por largo rato. Su mente está completamente en blanco. Solamente está consciente de una placentera y fortificante sensación que recorre todo su ser. Abre los ojos y ve el sol alto tras la torre de la iglesia. “¡Estoy de nuevo en este mundo!”, dice en alta voz. Recoge el mango del suelo, le limpia en su camisa y luego le muerde lentamente y exprime el jugo en su boca. “Es la fruta más deliciosa que haya probado. Me siento agradecido de este árbol por brindarme generosamente su fruta y su sombra”, dice luego de saborear con fruición el jugoso mango.
Reclinando su espalda contra el tronco del árbol se siente seguro como si estuviera en su hogar bajo el amoroso cuidado de sus padres o dentro de un templo. Desde allí mira la torre de la iglesia y la vasta planicie que se extiende hasta donde va cayendo el sol al fin del mundo. Echa sus brazos sobre la cabeza, toca el árbol y su cuerpo se estremece al sentir las vibraciones del árbol en sus manos y casi enseguida el árbol y él vibran con la misma frecuencia. Las vibraciones producen un zumbido agudo y largo. Luego ve el sonido como una onda circular de colores luminosos expandiéndose rítmicamente. Gradualmente la onda de sonido llega al horizonte y cuando toca al sol poniente se inflama, como en una explosión de luz. La repentina luz es tan brillante que casi lo ciega.
Ahora siente que el árbol se desprende del suelo y lo lleva consigo en el aire. Pronto alcanzan una gran altura y desde ahí ve la tierra completamente. Ve el planeta en rotación, desplegando sus continentes y ciudades ante sus ojos. Cruza sobre Buenos Aires, Río de Janeiro, Nueva York, Algeria, París, Moscú, Shangai, Calcuta. Su imaginación se extiende hasta tocar la tierra y se siente en contacto con la gente de todas las ciudades del mundo, quienes comparten con él su dolor y su felicidad. Y ríen juntos, gozando de la vida alegre y libremente. Su corazón y su mente se colman con el amor y buena voluntad de esas gentes y el hombre solitario y amargado que él era, se convierte en un hombre alegre, amoroso y feliz.
La tierra ha dado una revolución completa y ahora descienden de vuelta a la cima de la colina. Una nueva perspectiva del mundo y de la vida se ha formado en la conciencia de Paúl. Ahora sabe cómo se mira el mundo cuando se lo ve desde el fondo de un hoyo y cuando se lo ve desde arriba, desde el cielo. Entonces dice: “Este mundo, en realidad, no es un mal lugar. Es el lugar perfecto para que un alma nazca en cuerpo humano, evolucione y transcienda. Y la vida, como el jugo de mango, cuando se la saborea con gratitud, es dulce, generosa y excitante”.
Sus preguntas acerca de la vida y de Dios hallan respuesta mientras permanece bajo el árbol de mangos reflexionando en los acontecimientos de este inolvidable día. Las experiencias que acaba de vivir le dan el entendimiento que no pudo encontrar antes. Ahora, al mirarse introspectivamente, ve su verdadero yo, y se reconoce como un ser luminoso, totalmente libre y feliz con enorme poder individual. Ya no es la víctima indefensa que creía ser o el esclavo de sus conjeturas y temores.
La vida ha cesado de ser para Paúl una experiencia amarga y dolorosa. Mira de nuevo en el fondo de su ser y no encuentra desesperación o deseos de desaparecer de la faz de la tierra. De pie en la cima de la colina, bajo el solitario árbol de mangos, grita como para que le oiga todo el mundo: “Soy un nuevo hombre. Estoy completamente libre y feliz”. Y mirando a la torre de la iglesia, agradece con un saludo militar a la campana que le salvó la vida.




Texto agregado el 23-10-2005, y leído por 114 visitantes. (0 votos)


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