Sin horizonte
Después de muchos días de caminar, subir y bajar empinados cerros, atravesar bosques, empaparse con lluvias torrenciales, arrastrarse por extenuantes desiertos y de superar un sinnúmero de otras dificultades, el hombre llegó a la orilla de un mar infinito, desbordado en todas las direcciones. Sin horizonte. Se detuvo y exhaló un suspiro, no fue el último, pero se sintió como de muerte. Frustrado, siguió su primera necesidad y se cobijó bajo la fresca sombra de uno de los árboles cercanos. No eran muchos. En su divagar, pensó que quizás se habían extraviado de su bosque. Tal vez, nunca encontraron uno. Pero esto no lo imaginó el tipo. Tan descabellada le parecía esa explicación, que ni siquiera se le llegaba a formar en la mente. Cayó exhausto de rodillas. Sentado y con la espalda chueca, desganado, se quedó mirando, absorto, toda esa inmensidad. Hasta donde alcanzaba su vista, veía agua. Pero más allá aún, donde la luz del sol no llegaba, sólo veía las sombras que lo cubrían. Pero el mar seguía allí, y después también. Apoyó la cabeza contra el tronco del árbol. La hazaña había terminado.
Al rato, se dio cuenta de algo perturbador: no atardecía. El día no se apagaba en noche. Pensó que el sol no descendía precisamente porque abajo faltaba el horizonte tras el cual ocultarse. Se sostenía en las alturas no por cobarde ni por egoísta, sino porque no podía morir, brillando sin turnos ni reemplazos, hasta quién sabe cuándo. Quizás, de agotarse un día, se derrumbe sobre el mar y el mundo no sea más que una eterna noche. Esperemos que, para ese entonces, aún tengamos luna.
Pero el hombre no quiso esperar. Nunca lo había hecho. Se encaramó en los árboles y cortó ramas de diversos grosores. Extrajo hojas, a veces de a una, otras por montones. Y empezó a fabricar una precaria balsa para atravesar ese océano sin fronteras, pues se convenció de que las hazañas no tienen fin. Si lo tuvieran, serían sólo un viaje más. Y él ya no quería seguir viajando.
Cayeron algunas semanas del calendario. Aunque, para él, como siempre era de día, pues el calor y la luz del sol quemaban su piel y sus ojos sin compasión, era difícil advertir si corrían o no las horas en ese paisaje. Sentía que estaba en una fotografía en la cual lo único que vivía era él. Quizás seguían avanzando los minutos en el resto del mundo. Pero eso no importaba. Hay quien dijo una vez que cada hombre tiene su propio tiempo. Él, más afortunadamente aún, no tenía ninguno.
Como fuere, llegó el momento en que la balsa estuvo totalmente construida. El sujeto cargó en ella la exigua merienda que le iba quedando. Guardó también la única botella de agua dulce que se había aguantado de beber, jurándose que reanudaría la aventura y que la necesitaría a bordo. No cantimplora, botella. Si llegara a acabarse, pensaba, tendré que rellenarla con agua de mar. Es salada, pero ningún pez se ha quejado todavía, se decía para consolarse.
Cuando puso una pierna dentro de la pequeña embarcación, se detuvo. Volteó y echó una mirada rápida a todo el lugar. No encontró nada nuevo. No pensaba hallarlo tampoco. Pero igual miró. No fue más que una ojeada por costumbre. El terror, sólo humano, que antecede al abandono. Este hombre siempre ha llegado a un lugar para volver a irse. No le asustan las huidas. Por el contrario, le inquietan las quedadas. Su temor no es al salto, sino que al muro. El miedo le late en cada nuevo latido, le despega los ojos en cada despertar. Su peor pesadilla es no poder reanudar la marcha. Sobre todo ahora, que se va internando en medio del océano. La orilla y el arrepentimiento quedan atrás. Hacia donde observa, sólo ve agua y más agua.
Va remando con unos remos que no son más que dos resistentes ramas, de las que quebró antes de los árboles. Espera con toda su alma que éstas no sólo sirvan para crecer o perder hojas. Y, así como parecía que el segundo, el minuto, la hora y el día eran siempre los mismos, ahora le daba la impresión de que su balsa no se desplazaba ni siquiera un centímetro. Cuando enterraba los remos en el mar y los movía para avanzar, sentía en sus manos el peso del agua. Es real, pensaba. Pero, habiendo océano por todos lados, era un misterio descubrir si realmente el bote iba o no más lejos. La orilla había desaparecido. El sol, siempre arriba, siempre infernal. No contaba con ningún punto de referencia. Se le empezó a desordenar el ritmo del corazón y trató de calmarse. Cerró los ojos y respiró profundo. Al menos tenía asegurado in aire igual de infinito. Inspiraba y exhalaba, inspiraba y exhalaba.
Así continuó por mucho. Hasta que la comida definitivamente se consumió en su estómago. Se asomaba por los bordes de la embarcación, metía la botella dentro del mar, que burbujeaba un poco, y luego la retiraba llena. La bebía a grandes sorbos, a veces de un golpe. También se refrescaba la cara y el pelo. Nunca supo si el sabor le agradaba o no. Era mucha la sed. Ni siquiera sentía la sal en la lengua. El fuego del sol quemó tanto su cuerpo, que incluso el roce de los harapos le empezó a molestar en la piel. Se desnudó. Iba a dejar la ropa a su lado, si es que aquellas telas rasgadas eran aún una vestimenta. Pero un inevitable arranque de desesperación lo hizo ponerse de pie y arrojarlas, con un grito, lo más lejos posible. Más allá quedaron flotando. El hombre volvió a mirar a su alrededor, girando bruscamente la cabeza en todas las direcciones, como las gallinas. Y, sin lograr evitarlo, se le agitó la respiración, le temblaron los labios y se le apretó el pecho. Lloró. Lloró con toda la amargura que pudieron sus lágrimas. Tambaleó y cayó desparramado en la mitad del bote.
De pronto, y por última vez, volvió a energizarlo la llama del miedo que le daba sentido a su vida. Se secó las lágrimas de un manotazo. Cogió los remos y puso uno a cada lado de la balsa. Rápidamente empezó a moverlos, una y otra vez, sin control. A veces uno se le atascaba o se le caía al agua, y tenía que levantarse para recuperarlo y continuar. Pero la rabia inicial del rostro fue declinando en suspiros y luego en nuevas lágrimas. Los músculos de los brazos y las manos dejaron de responderle, pero seguían firmes trabajando, levantando y chocando los remos contra el mar, aunque ya sin fuerza.
Al cabo de un rato, el hombre escuchó un crujido. Después otro. Comenzó a mirar todo el bote, hasta que de repente, su vista su detuvo en un punto. Involuntariamente, los puños de las manos se relajaron y los remos cayeron al mar, hundiéndose poco a poco hasta desaparecer. Otro crujido. El tipo, inmóvil, con los ojos abiertos de terror. Ni respiraba. Hasta que vino un último gran estruendo y el bote se quebró en una de las esquinas. No, gritó el hombre. Al principio, logró equilibrarse en lo que quedaba de barco. Pero llegado el instante, tambaleó y cayó al agua. El mar fue inundando rápidamente la embarcación, hasta que se disolvió por completo. El tipo intentó nadar, afirmándose con una mano sobre una rama gruesa que quedó flotando y con la otra tratando de avanzar. Algo pudo. Se hundía y volvía a emerger. Luego, permanecía bajo el mar varios segundos, moviendo los brazos para todas partes, tragando agua más de una vez, hasta que lograba volver a subir y respirar. Cuando ya apenas chapoteaba, abrió los ojos, llenos de agua, y observó. Flotaba en la oscuridad. Donde la luz del sol no llegaba. Al final, en las sombras, sí había mar. Con media cabeza en la superficie y apoyando un brazo en la rama, quiso tratar de observar lo que venía más adelante. No había horizonte, sólo más y más agua. Y se soltó, completo.
Jordan Ortega Obilinovic
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