Lo hice tal y como ella me dijo. Subí las escaleras, y tras llegar al último tramo vi ante mi un esplendoroso agujero en el techo. Desde abajo, miré a través de su agonía, una oquedad habitada de luz incandescente, que después comenzaría a corromperse en una lluvia de partículas diminutas.
Me sujeté la ropa alrededor del pecho. Un enorme rayo de forma circular en su caída, me rondaba, presto a quemarme allí donde la piel siempre aparece más frágil. Pero la ropa se calentaba de igual forma, como en una hoguera. No tuve más remedio que hacer lo único que me quedaba; el último intento de abarcar todo aquel fenómeno y salir de allí indemne, para poder contarlo.
Busqué con dificultad, en el bolsillo interior de mi chaqueta. Casi no podía ver, cegado por el resplandor. Mis ojos se empequeñecían cada vez más, debajo de aquella luz. Tanteé mi bolsillo izquierdo y al final, estaba el pequeño artilugio. “Es una lenteja”, me había dicho Elvira. “Es lo único que necesitarás para conseguirlo”.
Dios. Una lenteja. Grisácea y pequeña. Y yo con ella entre mis manos, como un nuevo Hércules, frente a un león de papel diminuto.
_“Cuando la necesites, tírala, lo más alto que puedas. Ella hará lo que sea necesario”.
Era absurdo. Tan absurdo que ni yo mismo entendía esa fe en todo lo que estaba sucediendo.
_”Miguel, en aquel ático de la que fue nuestra casa, tienes ahora la puerta a esa otra casa que siempre soñaste”.
_Sí. ¿Y haría como el cuento de la semilla, creciendo hacia el cielo? ¿Me subiría por enormes tallos asilvestrados, fuertes y descomunales? Me reí de esa tontería.
_”No, Miguel”. Y entonces me dio la lenteja. La puso sobre mi mano; estaba caliente. Ardía y me quemó levemente, dejándome sobre la piel un rastro difuminado de su cuerpo vegetal.
_”Una lenteja, Elvira. ¡Pero una lenteja! ¿Qué haré yo con una lenteja?”
_”Cuando llegues, traspasa esa puerta. Hacia arriba, rápido. Procura no quemarte. No dejes tampoco que tus ojos se cieguen bajo esa luz estrepitosa. Cuídate, protégete... Usa la lenteja si no puedes hacerlo sólo.
_”Ah... lo haré... –dije- y entonces enmudecí”.
Como si no hubiese remedio ya para nada, después de lo que habíamos hablado, me dirigí a cumplir mi cometido. Estaba dispuesto a utilizar una lenteja como la mejor ayuda posible. Culminar aquella aventura, que de repente, se me antojaba algo perentorio.
Perdido entre preguntas sobre la misteriosa lenteja, de repente cayó al suelo. Ahora ya no había posibilidad de echarse atrás. Tanteé el suelo; la cogí, roja, casi viva. Quemaba, e iba a lanzarla hacia arriba, cuando comenzó a salir un pequeño humo, que, diminuto, se dirigía hacia lo alto, como en una aspiración, dibujando una línea en medio del universo. Se estaba formando un hueco transparente y azul. Lo miré. Se habían formado dos partes, a cada lado de la línea, de una luz extraña.
Pronto, la lenteja se carbonizó. El humo cedía en su línea perpendicular, pero aquella división comenzaba a consolidarse y se volvía, cada vez, más negra. Tenía el brillo del granito. Y el mismo frío, congelado en su voluptuosa forma de alumbrar.
Entonces creí entender. Se había formado algo así como un portal. Dos puertas alojaban una línea, que, al apretarla, cedían y daban acceso a otro lugar.
Ya no había fuego. Había colores verdes. Plantaciones redondeadas (¿lentejas?) susurrando algo. Y al final, había un largo camino, que aún no sé a dónde conduce.
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