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Alexander Kazantsev:

"Los hombres actuales o están ciegos o están locos. No hace falta sino mirar los dibujos del friso de la Puerta del Sol para identificar escafandras, cohetes espaciales y motores iónicos o fotónicos, mucho más perfectos que los que nosotros construimos actualmente. Es evidente que el pueblo que hizo tales dibujos conocía los viajes siderales".


Era tarde, de madrugada. Como de costumbre, el insomnio me disponía en la cocina con unos huevos y la taza de té. Calenté el pan y me serví con parsimonia. Saqué un cigarro y me senté en la silla de playa del patio. La noche se abría estrellada entre los barrotes y el techo de planchas mientras el humo daba un halo de tristeza contenida a toda la situación. Llevaba ya meses como un rastrojo humano, dejado en la desidia, dejado al escepticismo más radical, lanzado al aire de los subnormales, ya nadie me creía ni una palabra. Mis padres me trataban con la dulzura de estar ante un crónico esquizofrénico sin ninguna posibilidad de armarse “de praxis” para una vida “como todos”. Los días y las horas eran meros espectadores de un calendario que ni siquiera sabía –con frecuencia- si era de días rojos o negro; de alguna manera, ese “pasar el rato” que mi viejo sentenciaba con firmeza: -el ocio es lo peor hijo-. Era prácticamente irremediable mi situación, amparado en la más profunda desolación existencial, en la más patética noción de vida –que me ponía en relación análoga a las amebas- mis tumores preconcebidos de la indiferencia sostenida y poco entendida de pudores, se hacían el eco constante de una amarga claudicación de mi temprana edad. Y así, en medio de este desconcierto, en esa noche no tan sorpresiva, en ese instante fecundo del autodiagnóstico y el post-operatorio de la conciencia, podía inferir cuan grande era mi obstinación por lo civilizado de un mundo unipersonal y fastidioso para cualquier otra obra. Y en este “mercado de emociones” pasajeras y judicativas de alta madrugada, nuevamente el tipo del abrigo tocó a mi puerta.

No esperaba a nadie –nunca esperé que algo sucediera- ni de día ni de noche. Pero en éste día, como en los otros, el tipo tocaba a la puerta. A veces no le abría, a veces, sólo lo miraba por el visillo de la ventana y lo escudriñaba con la mirada. A veces me saludaba, a veces sólo al percatarse de mi salida, se iba de vuelta al portón. Pero un día que no recuerdo cuál, le abrí definitivamente. El hombre no parecía hombre, en realidad era como un disfraz que llevaba puesto y que lo “hacía parecer” un hombre. Hablo genéricamente, porque no pude establecer ni rasgo de sexo, salvo, por el disfraz: una camisa negra y abrigo del mismo color, una corbata desgastada y peluquín, de anteojos oscuros y labios obviamente pintados de suave rosa, de metro y medio de estatura –era bajito- y balbuceaba un español muy cacofónico. El sujeto usaba guantes de cuero bruno, y a no ser por los cinco dedos de mi mano, al menos dos de ellos parecían inflados. Yo creo que tenía tres.

El tipo no me saludaba ni daba el gesto para eso. Le abría y pasaba, se detenía en la mesa de centro y miraba detenidamente –siempre- el florero donde mi madre ponía las calas y lirios –yo me preguntaba si de alguna manera este tipo tenía alguna relación con la monarquía francesa que usaba como emblema la flor del lis- y luego pasaba a la cocina como pensativo, y luego al patio y se sentaba en la otra hamaca. Yo le ofrecía al menos un café, y asentía amistosamente. Recuerdo que la primera vez estaba justo haciendo arroz graneado para el día siguiente, y por el olor, abrió el idiota la olla. Entonces me enojé, pero, como siempre, amablemente le hice el gesto que no se podía destapar el arroz porque sino quedaba malo. Él me agradeció con una sonrisa y fue al patio. Le ofrecí un cigarro mientras calentaba la tetera y aceptó. Fue chistoso; tomó el cigarro al revés, así que tuve que darlo vuelta. Luego saqué el encendedor y se quedó pegado mirándolo, como absorto en que una cosa tan chica prendiera fuego y le puse el pucho en la boca, casi en un gesto imitativo, pues yo ya tenía uno en la mía –fue ahí que noté sus labios “rosados” delineados y falsos- y cuando lo tuvo encendido, no sabía qué hacer. Su primer intento fue frustrado, al parecer el olor le molestaba, era deprimente y a la vez de comedia, verlo en su pose de “aprendiz”. Y bueno, cuando ya se percató que debía aspirar el humo y no verlo danzar, pasó lo que tenía que pasar: casi se le salió el alma del carraspeo inmediato. Pero era igual, la tetera sacó su pitido del hervor y mejor le serví el té.

Al cabo de un tiempo de sus visitas infrecuentes comencé a tomarle cierto cariño, y tal vez él a mí. En esas horas –a veces en completo silencio, él atento a mis acciones, y yo, totalmente indiferente a cualquier cosa- teníamos cierto grado de complicidad inextricable. En ocasiones llevaba un libraco de esos de antaño y le mostraba al autor y pasaba esas horas diciéndole quién diablos era el autor, él me escuchaba atentamente mientras, ya medio adicto, daba sorbetes al té caliente. A veces le decía cómo nuestra sociedad tan civilizada ponía a los pobres como bandera de lucha, de cómo, en los cincuenta, el feminismo logró cambiar toda la historia de la lucha de clases, de las guerras que dieron paso a las potencias de naciones imperiales, de las frases de Napoleón y el diagrama caótico que repite a toda la Historia hasta llegar a la piedra rosetta y Champollion, a los oscuros laberintos del inconsciente en Jung y la arqueología que descubría con sospechado interés a los hombres primitivos, al evolucionismo siempre catastrófico y a la fe del conocimiento por encima de la vaguedad de creer, los arquetipos fecundos en demagogia política, de la dominación y el poder sobre los cuales descansa el misterio de hombres de otros mundos, de aquellos que tal vez somos nosotros mismos habitando otro espacio-tiempo si acaso le expliqué algo del campo unificado de Einstein, de los desplazamientos del campo de gravedad de Hermann Oberth y las presencias inexplicables de objetos no identificados en cada uno de los desastres que hemos conocido en la era de las comunicaciones, de que el progreso de la técnica y la tecnología pueden cambiar un paradigma científico cada siete años, de que “ese” conocer, con connotaciones griegas, que se renueva en los ensayos experimentales del código mitocondrial que nos hace posible hablar de la primera Eva, verla en píxeles en pantallas y en documentales que ven millones de personas alrededor del mundo, en una información globalizada y constante, tan vasta que es imposible asirla.

Y conseguía su atención, pero no su interés.

Al cabo de un tiempo su presencia extemporánea comenzó a generarme una sospecha, pero más que eso, a la incredulidad de su balbuceo, se añadió una coyuntura. Recordé el caso del Cabo Valdés en Pampa Lluscuma, cerca de Putre en la primera región. Creo que le hablaba de esa sensación cautivante de su completa anonimidad, y sin tener idea de una razón, se me vino a la cabeza este asunto de abducciones. Le comenté algunos detalles del caso, por ejemplo lo del reloj del militar, que luego de haber desaparecido por quince minutos, según sus tropas de siete hombres, tenía quince minutos de retraso y marcaba una fecha inexacta, la de cinco días después: esto fue un 25 y la fecha del reloj marcaba el día 30. Noté de inmediato como se levantó de la silla y rió de modo irónico. No recriminé que lo hiciera, sin embargo, no puedo dejar de confesar que sentí cierto miedo y asumí una frialdad que no estaba en los planes de nadie. Callé de inmediato y prontamente le propuse, modestamente, que ya no balbuceara un español vulgar y de monosílabos, que se apretara sus dedos “inflados”, y que se sacara el lápiz labial “rosado” y el peluquín. Y así, él, modestamente, gesticulo un ‘NO’. Le dije textualmente:

-No apruebo esa conducta invasora y, luego, que acepto acogerte, no respondes a la inquietud, ojo…, razonable, del disfraz que llevas encima.
-No puedo- balbuceó en su español básico.

Le conferí cierto grado de verosimilitud a su “no puedo” y finalmente suspiré con desgano… en fin, ¿qué podemos hacer si no puede, no?

De todos modos el caso del cabo Valdés había generado en su fuero interno algo más que preocupación encubierta con ese sino del protocolo que habíamos mantenido hasta ese momento intacto. Era de esperar que preguntase algunas cosas que debían, para mi confianza, ser respondidas. Yo consideraba que eso era legítimo, al menos establecer algún indicio de quién era este sujeto que tocaba a mi puerta y fumaba mis cigarros y tomaba de mí té y se sentaba a escuchar cuanta lesera podía reseñar en dos horas y media. Quería al menos una pista. No me interesaba eso de saber del dónde, del por qué, cómo, cuando, cuál, lo que me interesaba era darle un perfil más “reconocible”, al menos, que me mintiera descaradamente me daba lo mismo, si lograba que le creyera estaría todo bien, total… no puede ¿no es cierto?

Dada la interrogante, la siguiente visita tenía un aire de extraño vesanio, de una rara sensación escalofriante de demencia. Llegó como de costumbre a una hora prudente, las 4:30 am. Miró los lirios y las calas y pasó a la cocina. Derivó al patio luego de sonreír ante la tetera casi hirviendo. Nada extraño, nada de conmoción. Pero al sentarse y yo tomar posición en la cocina, abrió los fuegos:

-No soy de aquí- dijo como respondiendo al cuestionamiento anterior. Un gesto casi de alusión directa, como encima, o yo lo escuché así. Y continuó- . Es por ti, eres distinto.

Lo miré con delicada pero falsa cara de sorpresa. –Lo sé, soy distinto, ¿qué pasa con eso?, evidente respuesta –como contestándome a mí mismo- . Nada de extraordinario.

-No entiendes- dijo con cierta compasión.
-¡Obviamente que no voy a entender!- dije sirviendo el té- . Si te sirve de consuelo, créeme que “eso” –apunté las comillas- ya lo sabía y no cuando apareciste.

Me miró desalentado por mi respuesta, como si lo esperaba, pero desilusionado de que no hiciera nada por ello, nada por cambiar “eso”.

Pero seguí con mi idea.

-Mira, no me interesa cuáles son los intereses que se supone que proteges con las visitas infrecuentes y dosificadas de mal español. No me interesa que el alimento sea el sufrimiento y su “carga de NEM”, no me interesa si en los depresivos naturales hay uno de los tuyos visitándolos por las noches y sirviéndose, no me interesa lo que “vaya a ser” con lo que sé y no me interesa tú fijación por los lirios que nada tienen de especial…- sentenciando aquella última frase en especial que le daba cierto tono decorativo, un final propicio para que me dijera de una vez porqué los lirios y no las calas.

-Vaya... – se quedó un minuto exacto mirando fijamente la turbiedad de la taza ahora en sus manos de tres dedos- . ¡Se nos olvidó afeitar a Valdés!

Ese día se fue un poco más tarde, pero no me dijo el porqué de los lirios.

Texto agregado el 21-10-2005, y leído por 175 visitantes. (0 votos)


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