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EL VIAJE
Siempre había soñado con realizar un viaje por la Patagonia. Ya algo conocìa, pero no me conformaba, había visitado Bariloche en una excursión de diez días y por trabajo conocí Península Valdéz, pero yo ansiaba otra cosa. Quería recorrer sus solitarios caminos, sus extensiones inconmensurables, mantener contacto con sus habitantes, su naturaleza y lo mejor, pescar en sus ríos o lagos alguna trucha, ya que soy aficionado a ese deporte. Así que año tras año planeaba el viaje. Leía cuanto libro o folleto relacionado con el tema llegaba a mis manos y esbozaba en los mapas rutas y caminos a seguir, hasta el mínimo detalle. Horas de llegada y partida, lugares a visitar o donde hacer altos o descansos. Así que un buen día lo decidí. Compré un trailler con carpa y ufano, llegue a mi casa a mostrar la futura vivienda, en donde, a mi entender pasaría días maravillosos en contacto con la naturaleza. Lo armé y desarmé varias veces para ponerme práctico. Además comencé a practicar fly-cast para estar debidamente preparado cuando llegara el momento de pescar. Señalo que no tenía práctica en la vida de campamento. Y así un primero de enero enganché el trailler al automóvil y salimos lo tres. Mi esposa mi hija dieciséis años y yo en busca de la aventura, hacia el Sur, previendo una primera etapa de ochocientos kilómetros hasta Bahía Blanca, pero no lleguè, diversas paradas realizadas para admirar paisajes, en especial cerca de Sierra de la Ventana para ver los girasoles sobre el faldeo y arroyos cristalinos corriendo como venas nutriendo la tierra, y el cansancio, me obligaron a hacer noche en las cercanías del lugar elegido, en un motel de mala muerte. Al día siguiente emprendì el viaje muy temprano con destino Bahía San Blas distante novecientos kilómetros. Almorcè en el camino en un pequeño rancho cuya dueña, muy amable, ofreció una picada de queso, salame, chorizo seco y fiambre, y ya atardeciendo desviè por un camino de ripio, en el que había que conducir con sumo cuidado, llegando a destino cuando anochecía. Trabajosamente, con la ayuda de las mujeres me instalè en el lote que el camping adjudicara. Esa fue una noche pacífica y dormì reponiendo fuerzas ya que el cansancio del viaje me había agotado. El día siguiente lo dediqué a reconocer bien el lugar. Estaba ubicado sobre la Isla Jabalí unida al continente por un puente y donde el mar es muy profundo en la cercanía de la costa, lo que hace que se trate de un pesquero natural muy preciado. Hice amistad con un gordo de más de ciento cuarenta quilos propietario de un almacén, el que me dio sanos consejos de pesca y lugares donde hacerlo, así que por la tarde con un viento muy fuerte me dediqué a obtener algunas piezas de pescadilla y lenguado. Esa noche ya bien instalados, di buena cuenta de sabrosos pescados asados a la parrilla, aunque molestaba el viento, que cada vez se hacía mas fuerte, con nubes amenazantes de tormenta . Luego tratè de descansar, y digo tratè porque, hacia la media noche, el viento y la tormenta hizo que me despertara alarmado, ante la posibilidad que las lonas sufrieran roturas y daños irreparables. Me levanté y en el campamento la mayoría de los acampistas estaban en el baño con bastante temor por las consecuencias. Al volver me armé de una linterna y periódicamente desde mi lecho observaba las lonas para comprobar su resistencia. De madrugada la tormenta amainó su furia y la mañana se presentó con sol y calurosa. Recorrí el campamento y observé las consecuencias; ramas y árboles caídos, acampistas mojados tratando de secar sus ropas, carpas arrancadas de cuajo, niños llorando, en fin, un pandemonio. Volví con un pan recién horneado y tomè el desayuno: unos buenos mates con pan, manteca y dulce de leche. Revisé el trailler, había salido indemne. Luego preparè las cosas y me dirigì a una playa solitaria al norte de la isla. Mientras mi esposa e hija tomaban sol o se bañaban yo intenté pescar algo desde la playa y tuve algo de suerte. Por la noche en el campamento ya se había olvidado la odisea, ante un fogón un grupo de jóvenes tocaban la guitarra y cantaban canciones de moda, mi hija se agregó al grupo, recién allí creo que comencé a disfrutar del viaje. La próxima etapa era Las Grutas, distante cuatrocientos kilómetros. Me impresionó ver desde la carretera el color del agua de la bahía, de un azul tan intenso que es difícil describir. Acampè cerca del mar y un vecino del campamento me advirtió sobre las mareas. Cuando bajè a la playa por una escalera construida sobre el risco me impresionó unas grutas muy profundas en donde anidaban ciento de loros que con su chillido hacían ensordecedor el ambiente. Inmediatamente intenté entrar al agua, tuve otra sorpresa. Era cálida muy diferente a lo esperado en estas latitudes y luego otra, en contados minutos el mar comenzó a crecer y dejó muy poca playa, sorprendiendo a turistas inadvertidos que habían acampado dentro de las grutas, obligando su escape rápido ante la posibilidad de quedar atrapados. Mas tarde cuando se produjo la bajamar recorrí las piedras recogiendo pulpitos que habían quedado atrapados, de modo que esa noche, el menù de la cena fue pulpitos a la provenzal. Recorrí el lugar hacia el Sur y me interné en una playa en donde había un buque pesquero sobre la arena. Al acercarme un hombre curtido por el sol, con un diente de tiburón colgando de una cadena en su cuello, se acercó y supe que esperaba que se produjera la creciente, para hacerse a la mar. Era buzo y pescaba pulpos, ostras, centollas y calamar. Luego de pasar unos días hermosos emprendí el viaje hacia Península Valdez distante unos quinientos kilómetros. Al llegar me detuve un rato en el istmo para observar en un punto los dos golfos y una lobería, donde ciento de lobos marinos tomaban sol y copulaban ante los ojos sorprendidos de mi hija y mi vergüenza. Acampamos casi en la playa y a la mañana siguiente bajo un sol radiante y una temperatura ideal me dirigí resueltamente al mar a tomar mi primer baño del día. Las aguas tenían una trasparencia tal que en la orilla se veían nadar cardúmenes de pequeños pececillos, pero, ante mi sorpresa, una temperatura tan fría, que apenas puse un pié en el agua una sensación de escalofrío me invadió. Eso no impidió que mi mujer e hija se lanzaran desde un promotorio y llegaran nadando hasta la playa, ateridas de frío. A la tarde, en un catamarán de excursión realicé el primer avistaje de una ballena que, demorada vaya uno saber el motivo, aun permanecía en el lugar, dado que en noviembre sus compañeras habían iniciado la emigración. Luego de permanecer unos días reemprendí el viaje, visitando primero la ciudad de Puerto Madryn y luego Gaiman donde tomè té con torta galesa, en el lugar donde Lady Di lo hiciera en su visita por estas tierras, y me apronté para el cruce de la Patagonia, hacia la Cordillera de los Andes. Me detuve en el lugar de los bosques petrificados donde ciento de árboles petrificados dan cuenta del pasado milenario de esos lugares y más adelante en la cueva de las manos donde los otrora habitantes dejaron su testimonio mediante pinturas rupestres con sus manos en cavernas profundas, haciendo un alto montando un campamento agreste a orillas del río Pinturas. Seguí viaje hacia los glaciares, por esas extensiones desoladas, teniendo una buena provisión de combustible de refuerzo y llegué al Glaciar Perito Moreno. La magnificencia de este coloso no se puede contar, hay que verlo. Presencié el rompimiento del glaciar que, con un estruendoso sonido volcó al lago millones de litros de agua, con algún susto ya que algunos turistas imprudentes se situaron cerca de la orilla y el hielo al caer, provocó una ola monstruosa, que algunos no advertidos tuvieron que salir disparados ante el temor de terminar en sus heladas aguas. Luego de ello, inicié mi marcha hacia el Norte, por una ruta que bordea la cordillera, entre glaciares, montañas, mesetas y esa soledad tan grande que empequeñece al ser humano, con destino al Parque Nacional Los Alerces al que lleguè cansado, polvoriento y deseoso de permanecer algunos días. Lo primero que hice al día siguiente fue visitar Esquel la ciudad más próxima. Allí tomè un pequeño ferrocarril llamado la Trochita con destino a una reserva indígena en donde había un Camaruco, una fiesta religiosa para pedir por un año benévolo. Había una especie de altar con una araucaria y a su pié jarros con chicha y elementos sagrados. Dos jóvenes montados, uno en un caballo alazán y el otro blanco encendieron un fuego sagrado y luego algunos jinetes circularon alrededor del altar e instalaron banderas amarillas, blancas y azules. Tocaron instrumentos de viento que remataban en un cuerno llamados trutrukas. Luego comenzaron las rogativas que se alternaban con danzas entre la que se destacaba el lonkomeo. Regresé al campamento cerca del anochecer. Como había acampado muy cerca del lago Futalaufquen aproveché el tiempo que mediaba hasta la cena para hacer mis primeros lances mosqueros, sin suerte. Al día siguiente luego de desayunar emprendí una caminata para conocer el lugar, entre nirantales, cohiues y lengas asomaba algún que otro alerce monumental. El paisaje era idílico, la naturaleza lucía exultante su primitivo esplendor. De regreso hacía campamento intenté pescar.
Primero, en un arroyuelo cristalino que hallé a mi paso. El reflejo del sol en las rocas bañadas, a veces cubiertas de musgo, otras en su contenido mineral provocaba ciento de arco iris a lo largo del trecho que con la vista se alcanzaba.
El agua helada, corría con fragor y algún tronco caído formaba un remanso de aguas tranquilas, cuyo fondo se veía salpicado de colores por hojas y guijarros y en cuya superficie giraba suavemente una hojita amarilla.
Fui pasando poco a poco de una piedra a la otra, río arriba, tenía la sensación de estar moviéndome con el río, de flotar, de descender con la rápida corriente y me senté firmemente en una gran piedra, con un poco de pánico pero resuelto a permanecer allí hasta que se acostumbraran mis sentidos a ese ambiente desconocido. Elegí una piedra para instalarme a pescar, me acerqué al remanso donde dejé caer el sedal y contemplé pensativo el anzuelo que se hundía y luego se movía empujado por la corriente. De pronto me pareció que un trozo del fondo moteado del remanso se desprendía, luego avanzó veloz, ondulando las aletas y abriendo grandes ojos, hasta que atacó vorazmente el artificial prendido al anzuelo.
Oscilando entre la alegría y el orgullo, comprendí que había pescado mi primera trucha. Di un tirón y, sacándola del agua, lo sacudí sobre la piedra musgosa hasta que quedó inmóvil y jadeante, totalmente mío.
Volví al campamento orgulloso y esa noche cenè trucha al limón asada. Durante la cena hice planes para el día siguiente, mi proyecto consistía en ir a la mañana siguiente hasta el río Futaleufú cercano en donde, en esa época, entraba el salmón del Pacífico a desovar.
En la mañana intenté vanamente de encontrar mi billetera, la que tenía las reservas previstas para el viaje, sin resultado, pese a la búsqueda minuciosa que realicé. Al menos, me consolaba el hecho que mi mujer, previsora, había guardado algo de dinero para el regreso. Entonces, muy a mi pesar, levanté el campamento, e inmediatamente comencé el regreso. Pasé por los lugares los que tenía previsto visitar posteriormente, lamentándome al ver sus paisajes, como Lago Verde, Menendez o Lago Puelo y con dificultad circulé por el cañadón de Las Moscas hasta Bariloche. .Luego de reponer combustible seguí viaje sin etapas encarando el camino que atraviesa los salares y desierto de Lihuen Calel ya bastante cansado. Una recta interminable ( las únicas almas vivientes es el puma o la mara, una especie de liebre patagónica) y que, cada tanto, hay un cartel que indica que ese camino, produce somnolencia, aconsejando detenerse a descansar.
De regreso a mi hogar luego de un descanso apropiado, realicé un balance de mi viaje de siete mil kilómetros y concluí que fue positivo.
¡SIEMPRE HE DE VOLVER!....


Texto agregado el 18-10-2003, y leído por 244 visitantes. (0 votos)


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