Por Orlando Yans
Ella abre los ojos por primera vez y es por eso que parece salir de un sueño enorme y sin pasado. Mira y se da cuenta qué algo despierta a su lado, con menos prisa y un poco más acostumbrado, pocos minutos después que ella.
Ambos se miran sin grande sorpresas. Están muy cerca, tanto que él puede recibir el aliento tibio que sale de la boca de ella. No hablan, tal vez no hiciera falta. O quizá todavía no les ha sido otorgado el don de la palabra.
Ella se incorpora con lentitud, sin dejar de mirar al hombre que se despereza sobre el pasto, y como aún no se ha visto no sabe que las diferencias entre uno y otro terminarán por unir sus vidas.
Al ser nueva en el lugar no sospechará para qué sirven los cuerpos ni el significado del deseo que todavía no tiene.
Él la toma de la mano y la lleva hasta un árbol del que cuelgan unos frutos. Arranca uno y se lo da con una sonrisa. Ella no entiende aún de hambres pero imitándolo a él mete el fruto en su boca y muerde: ¡Sabe bien! El paladar recibe con satisfacción la dulzura del bocado.
Dios, apenas satisfecho, observa con severidad la escena. Le gusta la manera en que se mueven esos dos por ese lugar creado a su antojo. Sin embargo, sospecha que hay una pieza que no encaja. Apoya la mano en la barbilla y a modo de reflexión, como un ejercicio mnemotécnico, repasa cuando ese territorio era un pedazo de tierra aún no rescatada de la oscuridad, era la nada más absoluta. Verifica la creación paso por paso: había empujado la noche por una bola de fuego llamada sol. Así apareció por primera vez la luz que más adelante dará alegría y color a unos ojos todavía no inventados. Ese Dios colocó al sol en la infinitud del cielo, lo programó para que abriera un camino celeste en la negrura reinante. Después decidió qué elementos agregará en el terreno para darle vida a la rusticidad reinante. Era un juego de imaginación pura que fue formando con sus manos.
Cuando el sol regresó fatigado descubrió una escenografía nueva. Su luz y sus centellantes colores podían filtrarse por las ramas de un árbol nuevo que dentro de poco cobijará a un hombre primero y la una mujer después. Supo el sol de su poder; recorrió la verde grama, los dorados riachos, las plateadas y saltarinas cascadas, las enormes flores rojas y azules que a su paso se erguían orgullosas y agradecidas hacia la luz que el mismo propagaba.
No había sonido, este llegará más tarde, cuando Dios no se conforme con la soledad de este pintoresco paisaje y le agregue peces a las aguas, vista al cielo claro con aves, acribille al cielo oscuro con estrellas y pose animales domésticos sobre el suelo firme. Así apareció el hambre y la sed, así apareció el sonido de las pisadas de las bestias y los chapuzones de los peces. A ellos les dio un sentido que por entonces y hasta hoy desconocen.
Podemos saber que no le bastó con el andar desconfiado y cansino de los animales. Lo supo aquel sol, pero Dios se enteró primero, que para resaltar la perfección debía poner en algún punto a un ser imperfecto: ¡un hombre! Pensó Dios. De inmediato tomó un puñado de polvo, lo humedeció con su saliva y lo moldeó no muy diferente al de los animales mansos. Le colocó dos patas, le puso fino cabello y otra mirada, más aguda y un poco menos sorprendida que la de las otras bestias; pero salvo la sonrisa, que en ese lejano tiempo era igual a la de Dios, no había mucha diferencia con los otros habitantes del lugar.
Adán, que así fue llamado, tal vez por la sencillez de su pronunciación, llevaba esa veta en la boca apuntando hacia el cielo; y su cara, que por entonces no tenía vellos ni arrugas, parecía agradecer eternamente la tranquilidad de su estadía y la facilidad con que lograba satisfacer sus mínimas necesidades.
Adán no supo y jamás se preguntó su humilde origen de barro. Tampoco se enteró de qué lugar vino su soplo de vida. El sólo caminaba de un lugar a otro, vagaba por la majestuosidad del lugar, palpaba la costra de los árboles, humedecía los dedos en el rocío abandonado sobre el pasto por el amanecer solamente para familiarizarse con el hábitat que, no teniendo motivos para pensar lo contrario, sería su morada eterna.
Como quedó claro al comienzo de la historia, la voz aún no estaba entre ellos, por lo que suponemos que tampoco existía el pensamiento; y, tomando esto por cierto, la razón y el miedo estaban tan lejanos como la conciencia y la maldad. Así, en este estado puro, libre de especulaciones y dudas, transcurrían los días.
No conforme, Dios, que con la creación del hombre tampoco lograba la imperfección deseada, decidió, justo cuando Adán dormía bajo la sombra fresca de un árbol, arrancarle una costilla y construir otro ser parecido pero más hermoso. Tal vez haya pensado, y no sin razón, que si subía la apuesta de la perfección estaría más cerca de lo imperfecto. Además le molestaba esa cosa antiestética que Adán llevaba colgando de la entrepierna, sin vida y sin orgullo, pero tampoco sin desdicha.
A ella le regaló dos prominencias sobre el pecho y los condecoró con dos medallones ocre. Posó sus manos en la cintura y la afinó sin esfuerzo. Colocó dos muslos fuertes, bien formados, dorados como las aguas del río del norte. Estilizó sus piernas y le alisó el cabello oscuro como la Tierra antes de la creación. Una vez terminada la dejó bajo el árbol, muy cerca de Adán para que, cuando despierte el sol, admire la nueva Creación.
Desde la altura, porque allí está siempre y también porque se tiene otro panorama de la realidad, admiró su obra completa con el guiño cómplice del sol. Pero Dios no se quedó tranquilo: todo encajaba perfectamente. Debió ser por eso.
Este hombre que aún no responde al nombre de Adán, y esa mujer llamada Eva por la futuras generaciones, despertaron y se miraron sin sorpresas, como si ambos supieran que ese, y no otro, era su destino. Sabemos, eso sí, que pronto descubrirán que los dedos de una mano eran fácilmente entrelazables con los del otro. Conocerán también el mismo hambre del mismo alimento y que el sueño les llegará cuando el sol parte para que la noche esté a sus anchas.
Adán pronto comenzó a sentir un extraño e indescifrable cosquilleo por la sonrisa de Eva. A Eva le pasaba algo similar con la de Adán que era idéntica a la de Dios. Por lo tanto, las dos sonrisas terminaban siendo una sola, sólo que instalada en distinta cara. Ellos se gustaban de la misma manera que querían una fruta, pero a esta la comían. En cambio con ellos mismos no sabían qué hacer ni cómo devorarse. O por lo menos eso creyeron al comienzo.
Dios miraba. Siempre lo hace aunque se haga el distraído. Observaba como su fastuoso invento funcionaba, como esas vidas daban brillo y movimiento a su territorio. Sin embargo supo que Él y el sol eran los únicos testigos de ese espectáculo fascinante. En el fondo de su pensamiento supo que por falta de imperfección todo resultaba aburrido; hasta el árbol del bien y del mal, de tan florido y hermoso, parecía nada mas que del bien.
Pasó un tiempo no muy largo, y no se sabe si a propósito o porque estaba planificando algo mayor, Dios dejó de prestarle atención al Jardín del Edén. Aprovechando la distracción, uno de los animales mansos apareció en escena. La serpiente, y suponemos qué negra intención la movía, comenzó a ganarse la confianza de la única dama del lugar; y sin saber de qué manera ni a qué intereses respondía, aunque convivan infinitas teorías, se arrastraba alrededor de un fruto vedado para ellos. Curiosa, Eva lo arrancó del árbol y le dio un mordisco. El resto se lo comió Adán.
Resulta difícil explicar, más allá del misticismo que despierta este tema, cómo si la imperfección fue creada para andar y acompañar al hombre después de comer el fruto prohibido, se filtró, en cambio, por ese animal arrastrado que rápidamente aprehendió esos atributos que no le correspondían para convertir al Paraíso en el territorio que hoy tenemos. Claro que la serpiente pudo ser un vehículo para que ella y Adán abrieran los ojos y comenzaran a ver la verdadera belleza que los rodeaba.
Lo cierto es que después de comer el fruto, Adán descubrió que Eva le gustaba más que todo lo que había en la tierra. Descubrió también que cuando la veía esa cosa que le colgaba entre las piernas tomaba vida después de que un extraño temblor removía la sangre. Y ella, que experimentaba una sensación idéntica, notó que nada de lo que le ocurría en el cuerpo se le exteriorizaba; tal vez por no llevar esa cola ridícula e invertida que se erguía como una planta ante el poder del sol. Allí Eva confirmó la ventaja de la apariencia y perfeccionó sin sospecharlo lo que se conocerá como seducción.
El sol no pudo verlos. Debe ser por eso que no se lo contó a Dios. Seguramente Dios ya estuviera enterado y hasta lo haya preparado de antemano. Sería ésa una buena excusa para enojarse, para enfocar contra un ser viviente su mal humor. Si era así, podía imponer ya su poder absoluto y aplicar el castigo correspondiente. Él necesitaba el pretexto y ellos, pobres tontos, se lo sirvieron en bandeja.
Por la noche, sobre la dorada arena del Eufrates, la boca de Adán encontró ardiendo a la de Eva. Y esa fue el primer beso sobre la tierra. Allí descubrieron la blandura de los labios y la humedad de sus lenguas. Aprendieron nuevos sabores y el poder del tacto. Supieron del dulce olor que desprende la piel del otro. Se recorrieron para conocer sus curvas y lamieron las superficies contorneadas de los cuerpos. Se convulsionaron en los remolinos de la sangre y de ellos salieron pedazos de colores que se metieron incansablemente en el otro. Una, mil veces desparramaron sus jugos. Bebieron del arroyo de la vida sin importarles que también contenía el líquido de su propia muerte.
Adán descubrió que no podía vivir sin Eva y sí sin Dios. No le importó el castigo ni el peso de la historia. Eva supo entonces que el poder que llevaba consigo era tan o más eficaz que el de Dios; y que por ella el hombre mataría y mentiría incluso ante el mismísimo Creador.
Así, de buenas a primeras, Él les puso un límite a sus vidas y los desterró al áspero territorio del sur. No dejó de sentir algo de pena por la debilidad del hombre y un poco de admiración por el dominio de la mujer. Por eso le regaló los dolores de su arma. Por allí saldrán los frutos del pecado original y estos llegarán con dolores, desgarros y coágulos; que por allí, también, derramarán la sangre impura de la conciencia y la culpabilidad, mes a mes, año tras año y por lo que el mundo dure.
Cuando Dios los vio irse juntos del Paraíso, tomados de la mano, le dejó una sonrisa distraída al sol, que ya no era idéntica a la de ellos. La obra estaba terminada, ahora sí perfecta. Partió Él también a otro lugar no muy lejano (a Jerusalem, contaron algunos siglos después) para preparar una muerte más importante que la de estos dos pobres desterrados que acalorados y felices se alejan hacia un, para ellos, imprevisible futuro.
|