Por Orlando Yans
Me queda una última hoja en blanco y este pequeño lápiz gastado por el uso. De manera que, un tanto para soñar con la continuidad del mundo aún sin mí, y otro poco para ponerme a salvo de mi propia conciencia, decidí escribir esta carta que, como en las antiguas historias de náufragos, guardaré en una botella y arrojaré al mar que me rodea.
No sé quién recogerá este mensaje, ni en qué tiempo. Se me ocurre, tal vez para llenar las interminables horas ociosas, que algún pescador en duermevela verá el mensaje en una apacible mañana de abril. Tal vez lo haga un navegante extraviado al buscar el reflejo de una estrella para ubicarse. O quizá lo encuentre un nadador acalambrado que lucha contra la marea para alcanzar la playa. La última opción no resulta demasiado alentadora.
Pensándolo bien son pocas, casi nulas, las posibilidades que tengo de ser rescatado. Además no puedo precisar el lugar en que escribo estas palabras. Puedo decir, para orientar a quién encuentre la carta, que la Osa Mayor termina justo frente al fuego que ahora me alumbra, que la isla tiene contornos de mujer, que el poniente baña de bronce candente la arena de la playa, o que del lado oeste se alzan unos acantilados muy altos que alcanzan a tocar, a veces, las pocas nubes que me visitan.
No tengo otra cosa que este mar intensamente verde, un sol que me broncea, frutas deliciosas rojas y verdes, peces sabrosos y sin espinas y una choza que construí con partes de una palmera derribada por un temporal y los restos de mi embarcación.
Estoy solo, y eso me lleva a compartir interminables charlas conmigo, con ese tipo que soy y no conocía. Tengo como diversión alargar el brazo y tocar las estrellas que bajan; las cuento, las clasifico y les pongo los nombres de todas las mujeres que recuerdo. Todos los amaneceres salgo en busca de las gotas plateadas que abandona la noche entre la hojas. Camino sin tiempo ni apuro por la playa y dejo que mis huellas sean lamidas por los humores de las olas. Si me dirijo hacia el centro de la isla dejo por un rato mis pies apoyados sobre la deliciosa humedad de la grama. Escucho música de pájaros que trinan como afinados violines y vientos que suenan como oboes. Guardo de la civilización un manojo de llaves inútiles, un mazo de cartas españolas y cuatro libros de poesía.
Paso mucho tiempo sobre el borde del acantilado más alto, donde, a veces, sueño que una embarcación de bandera española despuntará en el horizonte y me llevará, sin más trámite, a la Puerta del Sol, justo para escuchar las doce campanadas que inaugura el nuevo año y comer allí mi última uva. Sin embargo me sorprendo mirando como desde el cielo la noche baja su manto oscuro y me va cubriendo íntegro hasta hacer desaparecer mis manos extendidas y al mar que nunca trajo a nadie más que a mí.
Y así paso mis días. Como frutas y pescados cuando me apura el hambre, busco la cascada norte cuando aparece la sed, miro las estrellas cuando extraño a alguien. Siento las caricias del viento y del agua que se cuela por mi escasa ropa. Me voy, poco a poco, conociendo sin fronteras ni falsos argumentos.
Por eso pido que si alguno llegara a encontrar esta nota, antes de salir en mi búsqueda o denunciarlo a las autoridades, piense bien si merezco ser rescatado.
|