Por Orlando Yans
–Susi, alcanzame un vaso de agua, por favor.
Susana separó la mirada de la puntada y la llevó hacia la imagen del Cristo. Perdonalo, murmuró. Perdonalo. Después volvió a clavar la aguja en la tela.
Ella ya sabía. La sed era la primera de las manifestaciones. Después vendrá un ardor en la garganta. Nada serio, por lo menos durante la primera media hora. Después será otra cosa.
La aguja atravesó de un empujón la tela rayada y se le clavó en la yema. La extrajo de inmediato, se llevó el dedo a la boca y chupó. El pinchazo era diminuto, rosado, inflamado en los bordes. Como la primera roncha que le saldrá a él en el abdómen. Pero para eso falta.
–Susi…, ¿me escuchaste?
Llevaban catorce años de casados y cuatro de novios. Eso sin contar los dos en que fueron vecinos. Veintiún años viéndose casi a diario. Todos los santos días. Ella le vio crecer el primer bigote y cambiar el carácter. Fue su primer novio y el único. Él había tenido antes otra relación que hasta hace poco recordaba. Eso había sido a los diecisiete. Un manoseo apurado en el zaguán y unos cuantos besos fueron la experiencia adquirida. Después la descubrió a ella. Estaba muy cerca.
Susana no había conocido más hombres que él y no se arrepentía de eso. Susana no deseaba a nadie, no tenía fantasías. Tampoco lo deseaba a él, nunca. Desde la noche de bodas en un hotel de Santa Teresita sufría con eso de abrir las piernas. Ultraje, esa era la palabra que mejor expresaba lo que sentía. Ultraje. Se la escuchó a una mujer violada en un programa de radio. Pensaba, sin hablarlo con nadie. Ultraje, eso mismo.
–Susi, tengo sed.
Él trabajó en la tornería de su padre. Trabajaba todos los días, de siete a seis de la tarde. Todos los días menos los domingos en que aprovechaba para ver al Globo. Los domingos eran sagrados: los ravioles con tuco y después gritar los goles agarrado al alambrado de la Miravé.
No les faltaba nada, nada dentro de sus necesidades: casita en el fondo, fitito en la calle y una quincena de vacaciones en la costa. Nada les faltaba hasta que algo faltó. De golpe faltó. De golpe, como pasan todas las fatalidades.
Con las piezas importadas tan baratas tendremos que cerrar, escucho que su padre le decía a su tío, que era a la vez el socio. No escuchó más. Estaban encerrados en la oficina y sólo pudo escuchar eso.
Hasta que un día la tornería cerró. Así, en un abrir y cerrar de ojos. Los obreros fueron a la calle y él con ellos. Ser el hijo del patrón no era un privilegio si no había fábrica. Y fábrica no había. Ya no. Y tampoco habría padre en dos meses más. El parte médico dijo que fue un paro cardio-respiratorio. El doctor agregó que no sufrió.
–Susi, por favor vení, que me quema algo en la garganta.
El día del velorio Susana estuvo a su lado. Atendió a los amigos y a la familia política. Cocinó, repartió pastelitos de dulce de membrillo y café. Entonces era joven, Susana, muy joven.
La primera noche que volvió borracho no llegó a golpearla, pero estuvo cerca. Flor de susto se pegó. El alcohol, evidentemente le hacía mal. Le daba por pelear. Esa semana se lo devolvieron cuatro veces machucado. Una vez lo acercó la policía. En el club se podía mamar tranquilo. Nadie hacía caso a sus bravuconadas. Lo conocían desde chico. Pobre, decían, no te metas que es de mala bebida.
La plata de la venta de los tornos duró un par de meses. Por suerte nunca tuvieron hijos. Ya no le quedaba ni para un vasito en el mostrador. Pero él se las rebuscaba. Alguna botellita siempre se traía. La tomaba sentado, en silencio y con la cabeza gacha. Pobre, la cabeza gacha porque le daba vergüenza.
El primer vaso es el que le daba vergüenza, los otros no. Después se soltaba y la llamaba. Vení, le decía bajito. La llamaba como si fuera un gatito, frotándose los dedos. Vení, murmuraba y sonreía. Y Susana buscaba el baño para esconderse, porque la cocina o el dormitorio no era seguros. Seguro no era nada. El baño tampoco. Por lo menos desde que él había arrancado la cerradura de una patada. Pero por algo ella sentía que el baño sí era seguro. Por eso siempre se encerraba ahí, acuclillada entre el inodoro y el bidé. Pobre, encerrarse es una manera de decir, si la puerta se abría de un soplido.
Cuando recibió el primer cachetazo se asustó. Mucho se asustó. Tanto que por unos días no fue a hacer las compras al almacén. No sabía qué decir si le preguntaban por lo del pómulo. Porque él le pegó como se le pega a un hombre. Con el puño. Así, fuerte, más fuerte. Y después ella se encerró en el baño. Pero la puerta del baño saltó y él entró dando trompadas. Dos golpes le dio. No más. Pero la lastimó mucho. El alma le lastimó.
Ella se fue acostumbrando, extrañamente. Se defendía escondiendo la cabeza entre los brazos. Lo que más le costaba ocultar eran los hematomas en la cara. No había maquillaje que los tapara. Lo de los golpes en los brazos era más fácil. Se arreglaba con mangas largas.
–Susi…, ¿te fuiste a comprar?
Bastaba un sorbo. Uno sólo para que comenzara con la cantilena. Hija de puta. Vení putita que te voy a matar. Eso le decía. Me voy a vengar por lo que no hacés por mí. Y cuanto más decía, más se embalaba. Mirá mi pijama, conchuda, todo roto está. Si no me cuidás te voy a matar. Y se reía. Feo se reía, con una risa que no parecía la de él. Y ella tenía que irse a algún lado, a algún lado de la casa. Porque si se iba a la calle después era peor. Más le pegaba. Más, mucho más. Además hacía demasiado escándalo. Y los vecinos después hablaban.
Susana sabía eso y nunca le contestaba. Lloraba, siempre lloraba.
Un día, después de verlo entrar, como siempre, con la botella de vino bajo el brazo, esperó. Siempre esperaba que tomara el primer vaso y la llamara puta, conchuda, perra. Después le señalaba el pijama roto en la manga, y le decía: mirá: mirá, la puta que te parió cómo me hacés andar. Un ciruja parezco. Esas cosas decía siempre. Pero esta vez no dijo nada. Una hora esperando sin que llegue la puteada. Una hora de miedo. Esperando. Y ella sabía lo que era esperar así, acurrucada, tensa, en ese patíbulo azulejado. Nada. Hasta que escuchó ese ruido y se asomó. Lo vio tirado en el suelo junto a la botella rota.
El médico le dio unas pastillas y le prohibió el vino por un tiempo. Por un tiempo, le dijo el doctor palmeándole la espalda, y podrá vivir cien años. Viejos amigos, parecían. Y Susana miraba desde los pies de la cama. El doctor, con guardapolvo blanco prolongaba la vida de su marido. Prolongaba su calvario.
–Susana, dónde carajo te metiste.
Sopita al mediodía y a la noche. Pechuguita de pollo hervida, sin piel. Seven up y esas pastillitas cada ocho horas. Tecito con tostaditas. Que no se te quemen, le gritaba desde la cama. No era difícil. Por lo menos ya no tomaba, ya no le pegaba. Dieta por un mes, prescribió el doctor. Después, amigo, a lo de siempre. A lo de siempre, le dijo. A lo de siempre, pensó Susana.
No tiene gusto a nada. Se puede mezclar en la sopita de pollo o en el tecito de la tarde. Diez gotas por día. Diez. Nada más, suspiró Susana, al dar otra puntada en el pijama de su marido.
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