Abatida por las inexorables garras del tiempo, recorre el estrecho camino que la lleva a la tumba que nunca descansa. Nuevamente la alcanza esa angustiante sensación de sequedad en la boca ... Toma un respiro para arrodillarse. Deja la flor y se va.
En ese instante su recuerdo se hace más intenso, más cercano, más real.
En la brisa del aire puede sentir la cercanía de sus manos que se acercan sin tocar, sus hermosos labios le susurran algo que no le alcanzó a decir, y que ahora ella tampoco puede escuchar. Su figura empieza a borrarse y los pequeños detalles se desvanecen al pasar.
Sumergida en la desazón de vivir, recorre las calles que la separan de su sentir.
En su pecho explota esa angustia que la agobia; una pena que no le entra en el cuerpo y que pugna por salir. Un mar de lágrimas desbordado por el caudal de sus sentimientos, inunda la costa de sus ojos. Un frío de soledad la absorbe, la estremece y la tira para atrás.
Quien juega un juego macabro debe afrontar las consecuencias.
Ella no creyó en la muerte y el destino la castigó. Ahora, despiadadas hilachas de dolor cubren su días, a la espera de su regreso. Dolorosas imágenes del ayer alimentan su ansiedad.
El águila muerte, como la expectante ave de la desolación, vigila a su víctima en cada movimiento.
Aprendió a morir en vida la profunda amargura de los días sin sol.
Había perdido el brillo en su sentir, ya no había nada glamoroso en la mesita de luz, sólo una triste y gastada foto de lo que alguna vez fue felicidad.
Como en un oscuro festival nocturno, con la música insólita que le hace bailar la danza de la despedida. Parada sobre la cornisa de la vida, cantando la canción del adiós.
Una fría mañana de agosto, con el cielo gris y el sol por salir, se arrodilla sobre el gélido césped que los separa. Mira la lápida por última vez y lee en voz alta el epitafio que ella misma escribió.
“La creación es el acto más puro del universo. Ni siquiera la muerte nos separará”...
Su voz se pierde en el vacío, su alma se congela en la inmensidad.
Un fuerte viento azota el lugar. Un sudor helado recorre su espalda. Respira hondo y toma con fuerza el objeto que los uniría otra vez.
Por un instante su mente está en blanco. Siente el filo en sus venas, la sangre que recorre sus brazos ...
Su alma se detiene para observar: No hay vestigios de la luz, ni de la escalera al cielo. Sólo puede vislumbrar un azul intenso, que todo lo contiene y todo lo nubla.
Ella esperaba tomarle la mano, soñando en un sueño eterno, pero eso nunca pasará.
Por siempre recordará aquel momento único, cuando él salió de su vientre y la estremeció.
Ella tenía un pacto con la muerte ... y lo cumplió. |