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Milla


No podía firmar. Haber firmado sería como vender todo y a todos los que había considerado “suyos”; ¿ suyos?…tal vez se equivocaba, tal vez eran ellos que la creían “suya”. Eso ahora no podía recordarlo. Solo sabía que había preferido estar donde estaba ahora.
Veía solo fuego, pero no el mismo fuego primordial que hipnotiza, no el elemento instintivo, luminoso y caliente; este era turbio, denso, ávido de combustible. Exigía cada vez más, era insaciable su vicio de roer volviendo humo, olor y ceniza todo lo que alcanzaba. Ahora la alcanzaba también a ella, la muerte parecía casi una ansiada conclusión. Era volverse por fin uno solo con ÉL. Querían castigarla y escarmentarla pero la muerte no era meta dolorosa, no era un final. Era una vía de fuga. Llegaría hasta ÉL directamente, sin la mediación de sus examinadores. El fuego dejaría poco de su mundano cuerpo, quería abandonar cuánto antes su parte más débil, su componente corruptible, ese cuerpo virgen que la anclaba a la tierra, a los mortales, a los gritos de excitación ignorante de los campesinos, a esas caras de estudiada solemnidad de sus jueces. Cuanta calma en esas caras; los ojos morbosos de quien ha cumplido con su labor y goza del poder de su veredicto, de quien se regocija con el indiferenciado fragor del graznido de la plebe. Tan por sobre el nivel de la masa alborotada, tan lejos del olor a verdura y mierda seca que brotaba de esos medio bestias, de esos simples que fijan alucinados la enorme fogata.
Ahora no podía ver ni el fuego, su único panorama se había escondido tras el humo que envolvía todo. La asfixia y los ojos inutilizables la hacían sentir solo más cerca del final. Encogía los pies para evitar de algún modo las brasas inminentes. Sentía el calor muy cerca, el calor que quema, que duele. Lo que no entendía era por que trataba de evitar el dolor; era su merecido dolor, su penitencia para poder llegar a ÉL; la última sensación mundana antes de la muerte.
Fue en ese momento que su pedazo físico le hizo notar algo que su parte inmaterial no sabía, algo con lo cual no contaba: la muerte traía consigo mucho dolor, se hacía preceder de mucho dolor.

Ahora sabía que la muerte no llega sola y si no es repentina duele, duele mucho. Ahora sabía que quería a su vida mas que a cualquier dios. De repente quería vivir. Vivir al menos un día más. Haría cualquier cosa. Traicionaría a quien fuera, cualquier cosa por cambiar su vida con la de otro; era el éxtasis del egoísmo al borde de la propia existencia.
Por fin un monje le alargó un crucifijo altísimo. Era su oportunidad. Besar con devoción a Cristo, hacer ver que recibía en sí a la Iglesia, que creía en la misericordia de sus justicieros. Quería besarlo, adorarlo; pero el crucifijo, aunque diseñado para ese tipo de eventualidades, no alcanzaba su boca. Estiró su cuello cuánto pudo pero Cristo estaba todavía muy lejos entre las llamas, entre el olor a su carne que se quemaba.
Cuando la cruz tocó sus labios probablemente solo su cuerpo había quedado en la plaza, su otra parte se alejaba sin saber que esa última cruz concede solo el perdón para el alma; el cuerpo, antes de empezar el proceso, está ya condenado.
Ahora sabe que el tribunal no estaba equivocado totalmente. Ahora sabe que es cierto lo que decían sobre SU gran misericordia. Ahora Juana lo ha conocido y cree que tal vez a ellos los perdone para que puedan, como ella, estar a SU lado por siempre.

Texto agregado el 20-10-2005, y leído por 209 visitantes. (1 voto)


Lectores Opinan
20-10-2005 Original y bien narrado. 5*. joseskeptic
 
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