Era una mañana como cualquier otra, el sol asomaba por entre los edificios siempre grises, siempre disfrazados de brutal obstinación hacia la nada. Sin embargo nada era lo mismo después de aquella noche, después de aquel encuentro traicionero, burlón, lleno de contradicciones impares, de preguntas saltando por toda la casa en busca de una respuesta que nunca llegaría.
El barrio despedía ese olor a lluvia que siempre llega minutos antes de la lluvia misma.
Ella se miraba frente al enorme espejo, hacía muecas extrañas para verse sonreír.
Las sombras revoloteaban a su alrededor, siempre, sin descanso, pero ella lograba esquivarlas y bailaba al compás de una música insolente, que le devolviera la vida que ya no tenía.
Así, iba bailando al compás de la nada.
Los libros se amontonaban alrededor de su cama vacía, llena de fantasmas con distintos rostros.
Ese día, particularmente, se alegró de recordarlo, ese beso que jamás fue, esas manos que se quedaron en el intento absurdo del abrazo. Era tan cauta y huidiza como su perseguidor, ella se habría quedado ahí, a su lado, cerca de sus manos, ella hubiera querido recostarse en su pecho confundido, obligar a sus brazos quietos al movimiento, hubiera querido besarlo tan intensamente que él pudiera sentir sus latidos en los labios.
Claro que, a veces todo lo que uno quiere solo se queda en eso, en una mueca fracturada.
Ella solo pudo caminar con sus piernas temblorosas hasta su casa, abrir la puerta, dejarse caer en el piso y llorar hasta el amanecer. Pocos días después, el rostro de ese hombre se desdibujó y en vano intentaba recordarlo, solo sus ojos volaban en la oscuridad de esa habitación oscura como el alma de ella, como el cuerpo de ella, cautivo en su mezcla de carne, piel y huesos mal formados.
El desencanto se dibujaba en su andar, en ese constante arrastrar de pies, en esa curva en la espalda que hace que toda la estructura corporal se desvanezca.
El caso es que era una mañana como cualquier otra, cuando el sol asomaba por entre los edificios.
Ella solo sabía que no debía dejar pasar las horas, que si lo hacía la noche llegaría y otra mañana, otra vez el sol asomando. Enderezó su espalda, sus pies pequeños saltaban baldosas, como una niña jugando a la rayuela, acaso solo eso era, una niña prisionera en un cuerpo que poco a poco envejecería.
Contornos desparejos, silencios enroscados en las tazas de te. Volvió a pararse frente al espejo, debo aclarar aquí, pues esto es importante, que ella nunca se veía, es decir, no era a ella a quien veía, veía a esa niña que hacía muecas para hacerla sonreír, una niña con un vestidito blanco, estampado en amarillo, con volados por todas partes, una niña que a pesar de las morisquetas llevaba en su mirada todos los demonios del mundo.
Yo hubiera querido salvarla, abrazarla, protegerla de todas esas manos sin piedad que la mataban en cada madrugada, esas manos que no entendían la sensibilidad, esas manos sumergidas en autos costosos y música superficial, manos asesinas buscando anillos mágicos, en la ingenuidad de buscar en el afuera lo que es del interior. Yo hubiera querido gritarle, no te dejes beber, corre, corre...
El silencio le gano a las palabras una vez más.
Hacía casi una hora que estaba allí, buscándose, ya no le importaba nada, en sus ojos se reflejaba esa soberbia que tiene el condenado a muerte.
Había enflaquecido mucho en los últimos meses.
Salió caminando despacio hasta la cocina, se preparó un café cargado.
Tenía una mueca de triunfo en su boca, una media sonrisa dibujada.
Luego solo opto por el mejor vestido, unos zapatos rojos que jamás se animó a sacar de su cuarto.
Se recostó en su sillón de mimbre con su mejor libro y se fue quedando dormida, como un ángel, como un ángel maldito desde su nacimiento.
Algunos dicen que vieron a una niña que salía de la casa, con un vestidito blanco y una sonrisa inmensa...
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