Dicen que rezar es como hablar por teléfono. Uno levanta el auricular, marca el número y luego cuelga. El levantar y colgar es un ejercicio que se traduce en persignarse y repetir coordinadamente -En el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo, Amén- A veces cuando uno habla por teléfono las líneas se cruzan y se termina escuchando a personas que no se conoce. Y en horarios de alto uso, sino es eso, cuando menos te dejan tomada la línea. Levantas el auricular y no se escucha el tono libre para marcar, sino silencio o más conversaciones de gente desconocida.
Si Aníbal sabía que la muerte llegaba cuando uno la llamaba, y él ya lo había hecho, y ese era el día en que debía suceder sin que él hiciera nada por ello, entonces debía continuar su día como cualquier otro. Así debía encontrarlo la muerte, haciendo su vida normal. La diferencia es que él ya la había llamado, ya había marcado; se había persignado y repetido con buen orden la oración de entrada, amén, y le habían dejado tomada la línea.
Tomada la línea Aníbal no tenía el control para colgarla, su llamada dependía de un auricular que no era el suyo. La muerte se transformó en un plazo fatal, no solo fatal de muerte, sino fatal de hecho futuro y cierto, ineludible y muy corto.
En esas circunstancias lo único que le quedaba era esperar en la normalidad, cumpliendo con su rutina. Pero estaba tranquilo, cumplido el plazo no había problema en partir, había cumplido con todas sus obligaciones, y es que Aníbal era una hombre realmente responsable. No soportaría el no estar en condiciones de cumplir, y lo peor que le podría pasar sería el asumir una tarea que no estuviera resuelta antes del plazo.
En todo eso iba pensando cuando caminaba a tomar el metro. Sonreía con convicción de que ese era el día y ya no había nada que pudiera cambiarlo. Nunca pensó que fuera tan cómoda la espera. Sus pasos hacia el acceso al andén eran rápidos como todos los días, no podía llegar tarde a su último día. Ya en el carro ni la masa de gente que lo subió y luego lo bajó lo descomponía. Pero fue con sonrisa y todo que una niña de uniforme le dió vuelta su leche encima. Se había puesto lindos calzoncillos para la mujer que lo vistiera antes del velorio, y ahora de la cintura abajo estilaba en leche con chocolate Soprole. Fea imagen. Aunque la niña se deshacía en disculpas no podía imaginar el desconcierto que producía en Aníbal. Ahora tendrían que encontrarlo a lo gringo. Quien lo desvistiera se encontraría con la sorpresa de que el difunto carecería de ropa interior. No era chistoso.
Así miro el reloj y calculó –cuarenta y cinco minutos para la reunión de programación, por lo menos treinta a la casa, más treinta de vuelta a la oficina, no llego- Igual partió apurado. Tenía otros calzoncillos rojos que una tía atrevida le había regalado para su anterior cumpleaños. Quizás con esos, quien lo vistiera se entusiasmaría.
Corrió, pagó un taxi que dobló el precio del taxímetro, y aún cuando calculaba los cortos quince minutos de retraso, la idea de no cumplir ya lo atormentaba. Si no le permitían presentar su exposición se la postergarían para el día siguiente y eso, eh, no funcionaría.
Y no llegó, y le postergaron la exposición, y la programación no pudo hacerse, y los calzoncillos le quedaban grandes porque en la lavandería los habían remojado durante muchos días; ¿qué iba a pensar esa eventual mujer?, que le faltaba cuerpo para llenar sus propios calzoncillos, o que compraba ropa interior de talla más grande para aparentar, o sea que era un farsante.
El plazo fatal, la llamada contestada y la línea tomada; porque seguía tomada: hacían que el día no diera para más, no, no, no, tenía que dar para más y ese era su problema, la línea seguía tomada.
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