Durante varios segundos, sus manos abrazaron ese cuerpo que yacía quieto...
Aún la amaba, a pesar de su traición. Había deseado cada trayecto de esa piel que fluía en una armónica figura, su mirada trascendiendo el universo, la frescura de esos labios abiertos a su imagen. Tras el perfil, los ojos delineaban una cadencia de suspiros encadenados a los suyos; moría por ella, aterrado ante el miedo de perderla. Y cada hora de su ausencia, era una tortura que declinaba en el milagro de poseerla. Como una mágica secuencia su silueta descendía de los cielos, para caber en esas mismas manos, eternizando lo frondoso que bordeaba el alma. Era un soplo divino devenido en espejismos, su amor de niño navegando eternos mares, la vida y la muerte conjugadas delante de sus ojos. Cuando despertó de ese ensueño, su amor aún pendía en oscilantes movimientos que motivaban su conciencia. Trató de aferrarse a ella en un último resabio de pasión, para volver a rescatar el influjo de la fe. Todo fue en vano, aún seguía bajo las horas de ese amor, del hechizo bañado por sus lágrimas, de una soledad atada a la pureza, ante el magnetismo de esa mirada trunca...
...Entonces acarició el frío yeso de su inmaculada imagen que latía en un extraño misticismo, para nuevamente comenzar a dar la misa...
Ana Cecilia. ©
|