Sentí tus labios dibujar los contornos de los míos, tu aliento salvaje evocando la furia y el fuego pugnando por aplacarse, no fuera cosa que tanta pasión me arredrara. No fue así, estreché aún más la carnosidad rosa de tu boca con el impulso del deseo que sólo ansiaba trasfundirte lo mejor de mi, mis ansias de poseerte y que tú me poseyeras, en un intento sublime de encontrarnos en el punto exacto en que el amor se insinúa como un sentimiento ajeno a las materialidades del mundo. Pero sólo fue su simple beso en que unimos nuestras bocas para que se personificaran como dos contendientes que a punta de mordidas y lenguetazos intentaran encontrar en el otro la respuesta a tanto delirio.

Y después del beso, fueron las manos y nuestros cuerpos enlazados en una danza profusa para que nada más existiera que esta búsqueda ansiosa en que el deseo abría cauces y el instinto comenzó a obrar por su propia cuenta.

Nos amamos, pero en el jardín florido surgió la maleza que desbordó su armonía y tornó todo gris. Vino la noche a opacar nuestros sueños y nos doblegamos en fuertes disputas, para terminar equidistantes en la indiferencia, lejanos, heridos. Del beso aquel, quizás sólo un recuerdo añejo.