El puesto de la frontera sur necesitaba provisiones. El chasqui que había enviado el Teniente Muiño había galopado siete jornadas sin agua ni comida en pos de hacer llegar el mensaje.
Incluso, se había negado a quedarse en Buenos Aires para un merecido descanso y recuperación. Dijo que no se quedaría tranquilo hasta no ver asegurado el bienestar de sus compañeros del fortín. El Capitán Petrone había tenido que reprimir el impulso de pegarle un abrazo a ese soldado leal; en su lugar, le estrechó fuerte la mano, le dio un fusil nuevo y una calurosa felicitación.
Las órdenes del General Roca fueron claras: Petrone y sus hombres debían partir de inmediato hacia la frontera sur, con abundante carne seca, fusiles y municiones. Roca necesitaba a todos sus hombres en condiciones, fuertemente armados y bien alimentados para llevar a cabo la estrategia “cerrojo” para terminar de una vez por todas con la indiada y ganarle la tierra sur al cacique Colcaliche.
Con el fortín a la vista, el Capitán Petrone no pudo dejar de pensar en lo paradójico que resultaba atravesar media Pampa, cargados con absolutamente todo, para alcanzar la nada.
Apenas se veía un hilo de humo blanquecino por detrás del parapeto de troncos, y nadie custodiaba la torre vigía.
Algo anda mal, pensó Petrone.
El chasqui taloneó con furia y avanzó a la carrera, antes que Petrone pudiese vociferar advertencia alguna. Antes de cruzar el portón entreabierto, Petrone creyó adivinar una sonrisa misteriosa en el rostro del valiente soldado.
Con extrema cautela, la columna de Petrone fue acercándose, los sentidos alertas, los fusiles celosos.
Traspasaron el portón. Parado junto a su bayo, el Chasqui los aguardaba con la sonrisa a flor de labios.
Petrone se sintió tentado a sonreír a su vez, pero no tuvo tiempo. Les cayeron con todo.
Indios maula, pensó Petrone, alcanzando a ver sólo porciones de cuerpos destrozados por sables y torsos invadidos por las lanzas.
Cayó boca abajo y se lamentó no poder mirar a la cara a los infieles de Colcaliche, que desmembraban a sus hombres.
Despertó en una celda del fortín, solo y dolorido. Trece días transcurrieron hasta que alguien se dignó a visitarlo. Trece días de angustia y desconcierto, trece días en los que, al rendirse el sol al horizonte, se oía el crepitar de las hogueras y los gritos impotentes de sus hombres.
La puerta del recinto se abrió, dejando entrar un puñal de luz clara que aguijoneó los ojos de Petrone. Así, cegado, oyó:
- Ahora es su turno.
Una voz familiar, un timbre natural y casero, casi amigo.
Petrone restregó sus ojos y luchó para adaptarse al fulgor níveo.
Lentamente, casi como un aparecido, se le presentó la cara del Teniente Muiño.
Petrone, confundido, no tuvo fuerzas para preguntar nada.
La celda fue abierta y lo sacaron a la rastra.
Una vez afuera, a la luz de las hogueras, comprendió. Los hombres de Muiño formaban una ronda alrededor de una pila de huesos.
Habían dado cuenta de los indios, de los mulatos y de los gauchos, ahora era el turno de los criollos.
Lo desnudaron, lo crucificaron y encendieron el fuego.
Vio la cabeza de Colcaliche en una estaca y alcanzó a decir, entre el dolor intolerable:
-Pero, Muiño, ¡usted y yo somos amigos!
-Usted y yo no somos nada, mi Capitán.
Se lo comieron antes del amanecer y enviaron por más provisiones.