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En el país de las acechanzas no existen ni las espaldas ni los puñales ya que éstas yacen bocabajo pegadas al esqueleto del infeliz en sus respectivas sepulturas y los puñales aún tremolan sobre esas mismas espaldas, aún después de tantos años de inferida la traición. En el país de las acechanzas no vive nadie para contar alguna historia. Este es un enorme panteón en el cual se huele a sangre seca y a dolor mustio, a polvo y a desesperanza. Sólo unos cuantos arbustos se resisten a transformarse en sombras y las pálidas aves sobrevuelan sin destino. Todo ser viviente ha sido inmolado con una sonrisa en el rostro, mas, detrás suyo, alguien ha negado a Cristo una y mil veces. Nadie sobrevivió al estigma y el último cristiano que pisó esas tierras yermas, se fue retrocediendo despacio para que ningún espectro clavara la maldición en sus omóplatos tensos. En el país de las acechanzas, hoy el viento se embosca a si mismo, se persigue la cola como un perro desatinado y desorienta a las aves con sus rumbos falsos, el agua sobrevive en algunos charcos y en esos espejos mezquinos se contemplan los famélicos matorrales. En ese territorio despoblado, hasta la naturaleza desconfía de si misma y es un borrón disperso en alguna lejana comarca. Y así como el desierto va creciendo desmesurado, desforestando el planeta, las acechanzas navegan con sus esqueletos triunfales, para continuar devastando este mundo, paso a paso…
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Texto agregado el 18-10-2005, y leído por 280
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