La anciana Pepita mira con sus ojos soñadores el frondoso jardín tejido hoja a hoja por sus manos tan hermosas. Se diría que ellas son la prolongación de sus sueños ya que asoman tan albas y delicadas bajo la blusa de fina seda y manifiestan una tersura nunca vista, finalizadas por sus largos dedos tan eficaces para coger tan pronto los botones en flor y los racimos de ideales. Por supuesto, los sueños de Pepita son sublimes ya que lindan con regiones encantadas y soles resplandecientes que entibian la piel de seres que son pequeñas deidades, dioses provenientes de arcanas regiones que retozan alegremente sobre los mágicos jardines. Ellos se entremezclan en sus ensoñaciones y muchas veces sucede que Pepita no sabe si es su fértil imaginación o la realidad la que la circunda y entonces lo contempla todo con sus ojos dorados y trata de plasmarlo en el papel. Pero lo que abunda en algunos casos, escasea en otros. Pepita no tiene ni el más mínimo talento para enlazar sus ideas y transformar sus hermosos sueños en bellos cuentos que seguramente harían las delicias de los corazones enamorados y de las mentes elevadas. Su lenguaje es pobrísimo y reiterativo y su sintaxis deplorable, haciéndole un flaco favor a su riquísima imaginación. Ella compensa esta desgarradora falencia leyendo a Marisa de Los Milagros, escritora que parece beber de su misma vertiente pero que tiene la facultad de arropar su imaginación con la pedrería fantástica de un riquísimo lenguaje. Pepita no es una mujer acaudalada pero invierte gran parte de sus ingresos adquiriendo los libros de la afamada escritora. Esta es una mujer de la cual muy poco se sabe ya que desde algún misterioso refugio saca a la luz su vastísima obra, lluvia de diamantes, joyería de palabras que Pepita atesora en su corazón. Ella desea conocer a Marisa de Los Milagros, embeberse con sus mágicas y caudalosas palabras, es su fin y su causa, materia por demás imposible si ni siquiera los propios editores de la escritora conocen a ciencia cierta su paradero.
Pepita frisa ya los setenta años y un buen día se enferma y va a parar a un hospital. Allí sólo es visitada por la enfermera que controla sus medicamentos, por el doctor que le ausculta su corazón, órgano que al fin y al cabo no es más que un trozo de carne eaxpuesta a los rigores de la descomposición y por la auxiliar de turno que atiende sus necesidades. Pero una tarde gris, demasiado acaso para el alma aterida de Pepita, alguien aparece en la puerta de su habitación. Es Francisca, una joven que tiempo atrás le ayudaba en su casa. La muchacha ha cambiado y de su aspecto sencillo se ha trocado en una mujer sofisticada de ademanes corteses. Pepita se alegra mucho de verla, enfrascándose ambas en una amena conversación. Francisca contempla aquel rostro curtido y parece ser asaltada por algo parecido al remordimiento.
-¿Qué pasa, querida amiguita? Tus ojos lagrimean ¿Lloras acaso por mí?
Profundo silencio. Algo desacomoda a la muchacha, un asunto que parece desolarla.
-¡Amiguita! Tú que eras una campanita de cristal, un cencerro dorado, ahora te has amustiado, pareces la imagen tangible del dolor ¿Qué sucede? ¿Puedo saberlo?
De pronto la muchacha suelta el llanto y se arroja a los brazos de la noble mujer.
¡Ay Pepita! ¡No te mereces esto!
Pepita la acoge en su frágil regazo y le pide que le confiese eso que pareciera torturarla.
-Tu eres una santa, una bellísima persona que lo único que se merece es un sendero de rosas y no un calvario como el que sufres en estos momentos. Como adoraba verte garrapateando sobre el papel tu letra pequeñita y temblorosa. Cuanto amaba tus pequeñas faltas de ortografía, esos giros tan especiales y tan ilegibles para otros pero que para mi adquirían la máxima coherencia, el camino perfecto, el trazo elegante de una mente soñadora que no se deja atrapar en la futilidad de las palabras. ¡Ah querida amiga! ¡Que culpable me siento! Con que vergüenza te confieso que escarbaba en la basura como un animalito hambriento hasta encontrar tus bosquejos arrugados. Con que placer los desplegaba para saciarme con esos aparentes laberintos que gustaba de recorrer, encontrando a cada trecho a esos personajes bajo cuya fascinación caía rendida. Eran tan exultantes tus travesías que a ellas yo me arrimaba para luego traducirlas con mis palabras. Nunca pude evitar sentir un remordimiento pero sabía que de algún modo recobraba un tesoro digno de rescatar.
Y la joven, fijando sus ojos tristes en los dorados de la anciana, le confiesa su martirizante secreto:
-Yo soy Marisa de Los Milagros, tu ladrona, tu usurpadora. Por ello he elegido el anonimato, el retiro, el silencio. He puesto palabras a tus sueños y voz a tu maravillosa poesía, he sido una forajida que ahora aparece ante tus ojos para entregarte el crédito, lo que te pertenece, tus sueños y tus fantasías.
Pepita la mira absorta. No comprende nada pero poco a poco va atando cabos. Claro, sabe que la chica escribía lindos poemas pero para su gusto eran estos demasiado simples. Ella conocía la arquitectura de la palabra pero no la magia de sus sueños. Como Pepita siempre ha sido una mujer de corazón bondadoso, acaricia los cabellos estilizados de su amiga y le susurró en el oído:
-Gracias, gracias por rescatarlos del olvido.
Marisa de los Milagros continúa escribiendo desde las sombras. Nada ni nadie sabe quien es, pero todo el mundo se fascina con sus hermosos relatos, con su poesía musical y su imaginación desbordante. Nadie sabe que el personaje literario es el vínculo perfecto entre una excelente escritora y una mujer que ejerce de médium viviente para esas obras coloridas y plenas de un lirismo acaso sobrehumano. Porque en el fondo eso son Pepita y Francisca: la esencia y la amalgama, la voz y el inconfundible espíritu de Marisa de Los Milagros…
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