Puso el revólver encima del escritorio. Sentado, meditativo, fingiendo empeño, estuvo haciendo caer el percutor una y otra vez.
Permaneció tenso un largo tiempo. Ahí en la oscuridad, en su sillón áspero hasta que un sonido lejano, similar al canto de una sirena perdida tratando de buscar sus oídos, lo trajo de vuelta a la realidad. No se percató del tiempo sino hasta que empezó a declinar la sosegada tarde de invierno.
Maquinalmente tomó el revólver, colocó una vez y otra el dedo en el gatillo. Sus manos sudorosas humedecían el frío metal. La calefacción estaba apagada, y el ambiente rayado por la gélida envoltura que cubría la casa. Èl no parecía darse cuenta, ni tampoco le importaba.
Observó sobre el escritorio la alineación perfecta que semejaba un pelotón de fusilamiento, tomó una de las balas paradas sobre sus casquillos. Colocó la bala en el tambor. Cargó. Esbozó una sonrisa de desesperación más que de alegría.
Una y otra vez con el dedo en el gatillo... y él agazapado en el centro del silencio endurecido que lamían perros, gatos... en ese momento llamó su atención una gota de agua que se descolgaba desde lo más alto del vidrio de la ventana, desdibujando formas como si se tratase de una danza zigzagueante. Desde su corazón cristalino manaba una pequeña pero intensa luz; quizás robada a alguna lámpara encargada de iluminar el muelle; y era tan brillante que parecía decirle que siempre hay luz aún en las cosas más pequeñas. Entonces su sonrisa ya no fue desesperada.
Guardó el revólver mientras las bocinas lejanas balanceadas sobre el río le develaban que pequeñas embarcaciones también se abrían paso en la oscuridad y en la niebla. Encendió la estufa y con ojos lagrimosos comenzó a reír.
NYL 15/V/03©