Cada vez que se escuchaba sonar el tintineo de unas llaves, se sabía que Abel venía en camino.
Este ruido era casi tan detestable como el mismo Abel. Y, a veces, ni siquiera su madre, Eva, lo soportaba.
Una vez, incluso, lo sacó a escobazos del comerdor por haber escupido en el suelo mientras desayunaban. Parecía hasta mentira que acababan
de estar retozando y gimiendo amorosamente hacía un par de minutos atrás. Así son las cosas después de todo. La naturaleza humana no es una simple conjetura,sino la suma de ellas y ni así podemos estar seguros.
Caminaba como mujer. No es que fuera marica, Abel solo era un tanto afeminado. Demasiado estilizado para ser hombre, decían algunas de las personas con las que se había acostado, desde los doce, por una módica cantidad, desde luego.
El rudio de las llaves aumentaba, según la cercanía del cuerpo y el compás de las piernas a las que venían sujetas. Golpeaban el costado externo de su muslo izquierdo, aquel que le mordió un perro cuando ambos se avalanzaron sobre un pedazo de carne que alguien, con dadivosidad, había dejado caer en la calle del mercado. Pero, al final, pudo más el hocico del perro que la furia humana de esta enclenque jueventud. Eran tiempos duros. Había que ser duro. A él le quedó esa cicatriz y al perro, las dos carnes. Por eso el ruido de sus llaves era tan extraño, como el repicar acelerado de una media docena de diminutas campanas. Tan desesperante y tan típico en él.
Nunca se sabía por qué le gustaba cargarlas, prenderselas del pantalón para que le quedaran oscilando junto a la bolsa donde guardaba su billetera. Abel nunca tuvo puertas para abrir. Tampoco trabajó como carcelero, mucho menos de conserje...Bueno, ni siquiera, a estas alturas, algunos de sus conocidos ha podido averiguar de dónde diablos sacaba tanta llave ni para qué las quería. Quizá sabía que ese era su toque personal. El mismo que llenaba de distinción a aquel señor de gabardina negra y zapato sazules que siempre le besaba la entrepierna cada vez que su madre lo llevaba a desayunar a comer a la iglesia. A cambio de esto, ellos tenían comida los tres tiempos. Dios siempre provee, decía el cura.
Sin embargo, como las exigencias se fueron haciendo cada vez más difíciles de cumplir, y ya requerían la participación de ciertos objetos
contundentes y de animales de establo para satisfacción del benefactor, dejaron de visitarlo. Todo tiene un límite y Eva no quería averiguar cuál era el suyo, así que decidió dejar las cosas tal como estaban. Un mes después se enteraron de que el hombre de gabardina negra y zapatos azules tenía nuevos inquilinos en su cocina y una nueva entre pierna era acariciada con cierto morbo.
Sin nada qué comer y con el alma enjuta más que nunca, Eva y Abel se refugiaban en las estaciones y en los puertos de la zona. Pasaron hambre y humillaciones, y tuvieron que lidiar entre la realidad y la fantasía para sobrevivir y conservar la salud mental de su preciada lucidez. Así, a veces, mientras Abel jugaba en medio del lodo y comía lombrices que él mismo cazaba, imaginando que eran duclces de chocolate, su madre yacía, callejón a dentro, arrodillada frente a algún alcohólico al que le besaba la entrepierna por algunas monedas.
Él se distraía de este mundo con facilidad en aquel entonces, y así evitaba morir de pena y de morbo. Su inocencia siempre había sido basta y simple. Aún en días en que Eva ya no solo besaba entrepiernas, sino que dejaba que varios hombres, y a veces hasta mujeres, se apoderaran de su
cuerpo e introdujeran en él todo tipo de artículos o miembros.
El dinero llegaba a sus manos a causa de estas pericias, que les daban de comer, vestir, dormir y beber, lujos que no siempre se podían dar. Y com el trabajo dignifica, había que encontrar dignidad de algún modo, que también saciara las necesidades básicas. Desde luego, que, al principio, después de horas de revolcarse como cerda en el fango de las
orgías en las que participaba, ella salía corriendo a la iglesia más cercana a darse de golpes en el pecho por lo que acababa de hacer y por los placeres recibidos que había disfrutado. Pero, con el peso de la costumbre, los besos fueron cada vez más y los golpes cada vez menos.
Abel nunca reparó en esos detalles. O no le importaba o no trataba de atenderlos. Había sido criado así. Él mismo era fruto de esa vida que Eva predicaba.
Para colmo de saciedades, su madre se desahogaba todas las noches con él, hablandole con lengua suave y melosa para no hacerlo sentir mal mientras lo cabalgaba como potranca desbocada, con los ojos torcidos y la saliva encausada. A él le gustaba escuchar las cochinadas que su vieja madre despotricaba en su contra, cuando cambiaba de voz y lo iba llenando de besos, de sudores, de sexo, de semén... Entonces, ella sonreía y él era feliz. Su inocencia era así de simple, el basto era él.
Así pasaron los años, los amantes y los malos ratos, todos dejando un horrendo sabor a metal oxidado en la boca.
Por eso, al recordar la alevosía de aquellos días, Eva no podía dejar de sentir obsenidad en su ser. Sobretodo porque, los cerca de cerca de 15 años que ella llevaba viviendo en cocubinato, con el único hombre-niño-hijo-amante que en realidad la había dominado, fue sido mutilado, en muchos sentidos, por su maternal mano.
Las reflexiones de Eva se perdían con el ruido de los pasos que venían del otro lado del pasillo. Abel todavía caminaba hacia la puerta, a pausas, con esa estúpida sensación, para quien lo ve, de que subía las escaleras vendado, lo que acentuaba el chinchineo de sus llaves.
Nadie se imaginaba que el momento en que Abel introdujera la la llave por la ranura del pestillo, girara la manija, empujara la puerta y diera un par de pasos al frente, sería el último reflejo que ambos guardarían de la vida.
Ahora, con la cabeza fría y tratando de ser objetivos con los hechos ocurridos en aquellos años, se puede deducir que Eva estaba arrepentida por haberle quitado la libertad a su hijo. Abel, por otro lado, no comprendía porqué, al final de todo, su madre solo lo amaba por el cuerpo que ella le
había concedido. Quería devolverselo, pero también quería algo a cambio: el descanso de la muerte, de su muerte.
Ninguno de estos pensamientos fue concebido con malicia; al contrario era amor puro que retenía en su ser la angustia de sus consucuentes imperfecciones, de dos seres que se aman por encima de lo humano y de lo divino. Por eso, a medida que Abel avanzaba hacia Eva, lleno de ternura, daba gracias a Dios por los días concebidos junto a ella. De igual forma, sobre una atrofiada cama de mimbre, el nombre de Dios también era pronunciado por los resecos labios de Eva, al tiempo que su trémula mano empuñaba una vieja oxidada pistola que llenaba de caricias, como
solo una madre sabe hacerlo.
De pronto, el rudio de las llaves cesó. El olor a café caliente inundó el pasillo por donde iba caminando Abel. Dos frascos blancos adornaban la bandeja de plástico sobre la que Eva tomaría su enclenque desayuno como lo hacía todos los días desde hacía dos meses, cuando contrajo esa enfermedad terminal que le estaba devorando los huesos.
Abel se detuvo frente a la vieja puerta de madera, como estaba previsto. Derramó el contenido de uno de los frascos sobre el café y esperó a que se disolviera en medio de la espuma amarilla que se creo por la mezcla de elementos. Polvo eres y en polvo la convertirás, dijo con cierta incoherencia en sus palabras. Después de unos segundos, tomó el recipiente ya vacío y lo guardó en uno de los bolsillos de su pantalón, no sin antes volver a leer las indicaciones escritas por el boticario: "Alejese del contacto humano. Uso exculsivo para enfermedades equinas". Hizo la señal de la cruz sobre su frente y sonrío, mientras ocultaba el frasco ya vacío. Sujetó con una mano la bandeja y con la otra abrió la puerta para cruzarla.
Cinco segundos después una bala besaba el corazón de Eva. El café se desparramaba sobre el piso de tierra,confundiéndose con la humedad y el olor de la habitación. Dos minutos más tarde y después de encomendarse a Dios, en medio de cuatro largas lágrimas, una segunda bala salía en busca de otro beso.
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