Carlitos era la alegría del hogar. A sus cortos seis meses ya se había ganado con careces el corazón de sus padres gracias a su sonrisa encantadora, a sus arrestos aventureros que lo impulsaban a intentar trepar los barrotes de su cuna y también a causa de sus graciosos gorjeos que simulaban palabras. Era, a decir verdad, un pequeño prodigioso, agraciado en todo lo que hacía y hasta contemplarlo durmiendo era algo que enternecía a sus padres. La presencia del niño establecía la armonía en un hogar que había sido preparado ex profeso para acogerlo, mimarlo y consentirlo. Felipe y Cristina sentían que ahora se amaban el doble, que todo era demasiado perfecto en sus vidas, que algo divino cautelaba su hogar. Como dormían todos en la misma habitación, acostumbraban a despertar al pequeño acercando sus bocas a la de él hasta que este daba un respingo, braceaba con energía y abría sus ojitos cristalinos. Al ver a sus padres en torno suyo, Carlitos sonreía dichoso y ellos lo acariciaban, lo besaban y jugueteaban con el hasta que el cansancio les indicaba que era necesario hacer una tregua.
Pero una noche calurosa, en medio del silencio y los leves ronquidos de su marido, Cristina, que había despertado en reiteradas ocasiones, se levantó y se acercó a la cunita del pequeño bebé. El permanecía en la misma posición en que lo había dejado. Su quietud tranquilizó a la mujer, quien, sonriendo, encendió la lámpara del velador para contemplarlo en su dulce sueño.
Un ¡Nooooooooooooooooooooooooooooooooooooo! desgarrador, despertó bruscamente a Felipe. Atontado, pudo ver a su mujer con el pequeño en brazos mientras lo remecía con violencia.
-¿Qué pasa por Dios?- preguntó el esposo con un fatal presentimiento en su voz.
-¡Felipe! ¡El niño! ¡El niño! ¡El niño no respiraaaaaa!
La voz de la mujer era sólo graznido. Con la desesperación pintada en su rostro, le gritó a Felipe que hiciera algo. Este, fuera de si, acercó la boca del pequeño a la suya para insuflarle grandes bocanadas de aire. Carlitos no reaccionó y sus brazos se quedaron colgando a ambos lados como si fuese un muñeco desarticulado. Un alarido inhumano rasgó la aciaga noche, destrozándose de una sola estocada toda la alegría de esa pequeña familia.
Muerte súbita. Estas fueron las palabras del médico y esta fue la razón para que la desdicha desolara el corazón de ese par de seres. Muertos en vida, aniquilados, tuvieron sin embargo la presencia de ánimo para efectuar los funerales de aquella pequeña almita que se había apagado antes de encenderse en todo su fulgor. Después de ese desgraciado suceso, transcurrieron días grises, noches en vela, horas sin significado alguno para esos jovenes que deambulaban en una especie de destierro existencial. La cunita fue desarmada y guardada en el desván, el móvil de animalitos corrió la misma suerte pero lo que no pudieron sacar ni de ese espacio ni de sus mentes fue el perturbador recuerdo del pequeño que a cada momento regresaba para hacerlos estallar en sollozos.
Cristina no soportó más y pareció enloquecer. Su única ocupación era doblar y desdoblar la ropa de Carlitos. Con los ojos anegados de lágrimas, abría los cajones del colorido mueble y sacaba las pequeñas prendas, las desdoblaba, revisaba cada pliegue y luego la regresaba al mismo lugar. Luego se dejaba caer en su cama y allí lloraba hasta que sus lágrimas se negaban a seguir corriendo por sus mejillas. Una de esas tardes estuvo a punto de cometer una locura. Con una hoja de gillete en sus manos, estuvo a punto de cortarse las venas. Mas, una repentina llamada de su esposo la hizo reaccionar y olvidar esa fatal empresa.
Entonces comenzó a asistir periódicamente al cementerio en donde estaba sepultado su hijo, le llevaba sus juguetes, le conversaba, le decía lo infeliz que era ahora que el no estaba en la casa. Finalmente terminaba abrazando ese suelo que parecía haberse tragado sin ninguna misericordia a su querido hijito. Así transcurrieron tres meses.
Felipe le rogaba a su esposa que se resignara, que el pequeño siempre iba a estar en sus corazones pero que la vida estaba allí y había que seguir viviéndola. Cuando le insinuó que podrían tener otro hijo, Cristina le miró con ojos fieros, le dijo que era un indolente, que nada ni nadie podría reemplazar jamás a su difunto hijo. Y levantándose con brusquedad, se alejó como una enajenada, cerrando luego con violencia la puerta de su dormitorio.
Esa mañana, Cristina partió muy temprano al cementerio. Una loca idea se había entronizado en su mente desequilibrada. Quería ver una vez más a su hijito, deseaba besarlo, acariciarlo, revolver la pelusita fina de su cabello naciente y besar su boquita pequeña y siempre sonriente. Llevaba un bolso con todos los peluches, cascabeles y muñequitos para que el agitase alborozado sus bracitos cortos. El cementerio estaba solitario y poco a poco fueron apareciendo nuevos deudos que miraban a la mujer con conmiseración. El día transcurrió y ella continuaba dirigiéndose a la fotografía que estaba pegada a la cruz. Le contaba de lo mucho que lo echaba de menos, que ya nada era igual. Entre palabra y palabra, colocaba los juguetes frente a la tumba, luego los cambiaba de posición, los hacía sonar y reía sin ganas.
Cuando el sol se estaba poniendo y ya nadie quedaba en los alrededores, Cristina, miró para todos lados y comprobando que todos se habían ido, separó uno a uno los juguetes de la tierra y luego comenzó a escarbar, primero con timidez y luego con denuedo. Sus manos se ennegrecieron a causa de la tierra húmeda pero una sólo idea la motivaba: esa tarde acunaría a su hijo en sus brazos y sentiría su contacto aunque fuese por esa única vez. Poco a poco, el hoyo fue creciendo y ella, cada vez más encorvada en la oquedad, continuaba escarbando con desesperación. De pronto, la asaltó el presentimiento que era observada. Por un segundo mantuvo sus manos quietas y levantó su cabeza. Apoyada en una cruz cercana, una mujer vestida de riguroso negro la contemplaba con fijeza. El corazón de Cristina casi se detuvo al ver una extraña resolución en a mirada de la recién llegada ya que esos ojos parecían indicarle que no continuara con ese desatino. Aterrorizada, bajó una vez más su mirada para contemplar el agujero tras el cual reposaba su amado Carlitos. Reunió los juguetes y los guardó en un bolso. Cuando miró en dirección al lugar en donde la contemplaba la mujer, esta había desaparecido. Cristina huyó despavorida.
Un año más tarde, nació Roberta, una deliciosa rubiecita que era un verdadero tesoro para sus padres. Felipe y Cristina comenzaban a reordenar su existencia y nada mejor que esta pequeñita para ayudarlos en esta ingente tarea. En un lugar privilegiado de sus corazones brillaría por siempre el recuerdo de su amado hijito…
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