Me declaro en quiebra. Reconozco absoluta insolvencia para cubrir mis gastos. Pues bien, mi arrendadora acude con sus hijos y despaciosamente comienzan a sacar mis pocas pertenencias del cuarto que alquilaba hasta ese momento. Con mis muebles en la calle aguardo, rojo de vergüenza, que aparezca un amigo de un amigo que subirá todo en una carretilla para luego trasladarlo a la pieza de un amigo de un amigo de otro amigo, en donde estarán en custodia hasta que consiga trabajo para arrendar otro cuarto.
Por supuesto, nada es gratuito y el bodegaje me costó treinta mil pesos, por lo que me despido de mi televisor en colores de catorce pulgadas y lo entrego en parte de pago. Cuando la angustia me deja tranquilo por un instante, siento que debo comer alguna cosa, por lo que me desprendo de un par de camisas nuevas las que entrego en trueque por un miserable hot dog. Con mis tripas a medio llenar, me dedico a recorrer las calles en espera de algún empleo. En una esquina, un tipo hace maromas con unas bolas delante de los vehículos que esperan el cambio ce luces. Cuando parten, más de un chofer le arroja alguna moneda, de tal suerte que en menos de una hora el tipo ha acumulado lo suficiente como para irse tranquilo a su casa. Cambio pues, una corbata de seda por un kilo de naranjas y me empeño en aprender el arte del malabarismo. Craso error. Muy pronto me doy cuenta que para este oficio se requiere, más que ejercicio, una buena dosis de talento. Termino comiéndome las aporreadas naranjas y discurro en donde voy a dormir esta noche.
Me alojo en una hospedería y como no cuento con ni una mísera chaucha, le entrego al dependiente mi chaqueta. La cama es durísima y las sábanas son ásperas pero el sueño me vence luego. Ha sido un día de mucho trajín y eso lo vuelco en mis pesadillas. Me veo sobrevolando un inmenso desierto, el avión que conduzco no posee volante y estoy a expensa de los vientos que intentan derribar la débil nave. Despierto empapado en sudor y tratando de reorientarme. Desconozco la inmensa sala en donde duermen otros menesterosos igual que yo. Siento que algo me aprieta el estómago y compruebo que son mis zapatos, los que he atado a mi cintura para evitar que me los roben.
Al día siguiente me sirvo una taza de café que me dan en la hospedería y salgo a la calle muerto de frío. El asunto es buscar algún trabajo, pero pareciera que todos andan en persecución de lo mismo. Largas filas que no avanzan, hombres de rostros curtidos con un diario arrollado bajo el brazo. Prolongadas esperas para finalmente no conseguir absolutamente nada.
Han transcurrido varios meses en los cuales he realizado diversas labores que sólo me permiten asegurar mi alimento diario y mi cama en la hospedería. Se cumplió el plazo del bodegaje de mis muebles y como no pude pagar la otra renta, tuve que dar en parte de pago mi cocina y mi comedor. Siento que a cada minuto me empobrezco más. Estoy flaco y envejecido, represento diez años más que los que tengo. Eso atenta contra mí, puesto que me consideran muy anciano para cualquier tarea. No se que hacer, no se que hacer.
Hoy no he comido nada. Siento que el mundo es demasiado ajeno, la gente que pasa me mira con curiosidad, soy un viejo solitario y moribundo que pasea por las calles como un alma en pena. Comienzo a despedirme de todo, de mis recuerdos, de mi gente que hace tanto tiempo me abandonó. La debilidad hace estragos en mi cuerpo, camino encorvado, veo candelillas, me mareo.
Duermo poco y a veces no se si sueño o lo que sucede a mi alrededor es verdad. Me lo han robado todo en el hospicio, menos mis zapatos que ya están tan viejos y destartalados que a nadie interesan. Los seres oscuros que duermen, rezongan y discuten, pareciera que no me ven, ya que pasan como espectros por mi lado sin siquiera dirigirme una mirada. Como nunca pude pagar la cuota del bodegaje, el amigo, del amigo de mi otro amigo se quedó con el resto de mis pertenencias y ahora si que quedé literalmente en la calle.
Esta mañana es distinta. Mi corazón está rebosante, me siento demasiado bien. El sol alumbra y su calido sol entibia mis huesos febles. Ya no tengo preocupaciones ni ataduras, sólo necesito mendigar unas cuantas monedas para comprarme un pan y otras tantas para pagar el alojamiento en la hospedería. Me siente muy liviano, veo candelillas, las piernas se me doblan, me afirmo en el… caigo al piso… alguien se aproxima, no puedo hablar, sólo atisbo figuras borrosas. Una voz muy cálida me habla al oído: -Ya no te preocupes, deja de sufrir, hoy estarás conmigo, duerme hijo mío, duerme.
Y hago caso a esa voz dulce que se parece tanto a la de mi madre fallecida y me adormezco sobre los adoquines mientras varias figuras hacen círculo en torno mío…
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