Esa noche de primavera, tan fría, en que las calles parecen congeladas por el rudo invierno, los pequeños me acompañan nuevamente en esta eterna rutina de pedir el pan.

Mi hijo menor golpea la puerta de al lado. Le abre una vieja de rostro demaquillado. Lo hace esperar un minuto mientras mi hija y yo tocamos el timbre de otra casa.

La vieja le entrega una bolsa de supermercado. Felipe la abre. Corre hacia nosotros sonriente. La señora fue muy amable, nos regaló mucha ropa de verano. La guardaré para los próximos meses.

Seguimos parados frente a la puerta. Javiera no se despega de mí. Ella nunca pide nada. Sólo Felipe lo hace porque quiere. Andan conmigo ya que no los quiero dejar en la mediagua. Prefiero que me insulten como madre explotadora a que mueran en un incendio causado por fuego de niños.

Toco el timbre una vez más. Me duelen las rodillas de frío y Felipe entretiene a su hermana con un traje de baño que extrajo de la bolsa de supermercado.

Se abre la puerta. Una mujer de mi edad, pero mucho más bonita, me mira con enojo. No le pido nada y sólo espero que me cierre la puerta de bruces. Me duelen las manos.

Ella da la vuelta, yo espero sentada en un montón de piedras. Los niños siguen jugando, ahora con una minifalda y unas chalas.

Por fin, tras minutos eternos la mujer bonita aparece con una bolsa llena de panes. Le digo gracias pero no dice nada.

Seguimos nuestro camino. Juntos los tres. Todos comemos ese pan añejo. A los niños les sabe a pastel. Dicen que es pan dulce. A mi me cuesta masticarlo, no solo porque me quedan pocos dientes, sino que lo encuentro avinagrado.

Tocamos en otra casa. Esta vez golpea mi pequeña. Abren la puerta y el golpe es para mí. Me lamo la sangre de narices mientras me grita: ¡hasta cuando puta de mierda, de nuevo venis sin vino!