Cuando lo conocí a él, esa mueca inalcanzable de deseo ante su boca, me enamoró al instante. Lo vi proceder con ternura ante los niños, saborear la comida que le preparaba, estar en los momentos que más lo requería. Era cordial, seductor, buen amante, sincero, apacible. Sólo quería estar a su lado, reír ante esos dichosos acertijos intelectuales, acariciar la comisura de los labios que culminaban en dos hoyuelos diminutos, vivir paralela a sus costumbres. Hasta ese día del viaje, cuando lo sorprendí en el aeropuerto, junto a su esposa. Fue cuando pude comprender que toda esa ternura, seducción, sonrisas cómplices, palabras cautivantes, sinceridad, paciencia e intelecto, le pertenecían sólo a ella...
Entonces la conocí, junto a ese gesto placentero debajo de su risa, del cual me enamoré de inmediato...
Ana Cecilia. ©
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