Tu dolor invalidaba al lamento de la tarde; atrapado en la pequeña jaula de recuerdos, tu rostro trascendía un viejo portal de rejas. Hacía frío; el viento intercalaba su hastío con los hierros, en una serenata de chillidos; y detrás estabas vos; convaleciente; perdida en la amargura que bordeaba tu sonrisa. Me fui apurada, dejando un sendero paralelo que navegaba el resto de tu piel; con la mirada atada a cada gesto de mis pasos; que aunque no querían, debían irse. Y el auto arrancó el último despojo de tu imagen, en un saludo que aleteaba la tristeza; sola; invadida de temores; inscripta en la ventana que enmarcaba el bosquejo de tu cara, estatizada en el absoluto de la pena; mientras yo huía del dolor, encendida por el miedo. Te dejé atrás bajo una estela de mi cuerpo, que alimentaba tu orgullo; con las pupilas mansas, recorriendo el fugas alejamiento que aturdía a la calle. Y la noche se deshizo sobre el alma, que flotaba dentro de mí; nadando en el torrente de la ausencia, como un navío de luces azotado por las aguas. Latente, mi corazón yacía bajo el manto de tus sueños que se expandían sigilosos; y volví a mirarte, para remontar la flaqueza de mi culpa; aún estabas allí; con tu cabeza erguida entre las sombras; tallando al infinito en una mueca de resignación. Presa de mí, tu figura danzó en el equilibrio de las horas, como un fantasma agazapado en el laberinto de la mente. Y aunque tu cabeza blanquecina gravita mi silencio, de vez en cuando, también me lo reprocho.
Ana Cecilia.
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