828
Sueño que mi hijo mayor llora amargamente. Despierto espantado, recuerdo que es viernes, día en que mi otro hijo acude a sus recurrentes fiestas en las que permanece hasta altas horas de la madrugada. Es necesario que hable con él, que lo aconseje que no salga, ese sueño me parece una premonición, es necesario que haga algo, que cierre la puerta con llave, que le impida salir, no contestar las llamadas de sus amigos, no sé, me estremezco, es tan difícil torcerle la mano al destino. ¿Acaso existe el destino?
Mi hijo descarriado se niega a escucharme, dice que nunca ha corrido peligro, que soy muy aprensivo, que el ya es todo un hombre. El corazón me late aprisa, temo lo peor y la pesadilla repercute en mi mente como golpes de martillo.
Son las diez de la noche. Pese a todas las precauciones, pese a mis intentos de organizar algo en la casa, mi hijo se escurre una vez más y se dirige a sus andanzas nocturnas. Comienza mi triste agonía. Las doce de la noche, yo dando vueltas por la casa como un autómata, los ojos llorosos de mi hijo en la pesadilla me intranquilizan al punto de impedirme el reposo. Una, dos, tres de la mañana y yo haciéndome una y mil conjeturas en el silencio de la noche que acentúa mis temores. Siento ladridos, frenadas bruscas, gritos, risas, luego, regresa el silencio como una cobija que no alcanza a cubrir mi tormento.
Cuatro de la mañana, ya no soporto más esta espera inútil. Me coloco la chaqueta y salgo a la soledad de la calle. Mi corazón bombea más sangre que de costumbre, el destino, el fatal destino ¿Existe realmente? Las luminarias dibujan sombras espectrales, árboles que parecen enormes seres que aguardan cautelosos. Camino una, dos, cuatro cuadras ¿Hacia donde me dirijo? Ni yo lo sé, acaso tengo la esperanza de divisar a la distancia a mi hijo con su característico paso ¿Acaso no es él? Me sobresalto. ¡Si! ¡Parece que si! Se aproxima y a medida que lo hace se va desdibujando para transformarse en un ser diametralmente opuesto. La frustración me embarga, siento que voy a desmayarme ante tanta angustia. Nadie deambula por las calles, salvo aquél que ahora está a unos pocos pasos míos. No le veo el rostro y cuando nos cruzamos, escucho su voz que pregunta: -¿Tiene fuego, amigo? Yo trago saliva antes de responderle que no fumo.
-¿Y que me importa a mi que fumís o no fumís?- me contesta con su voz inculta. Me pongo en guardia ante eso que me suena a agresión. Es tarde, estoy absolutamente desarmado, el tipo es más fornido y se nota a las claras que no es de los trigos muy limpios. Antes que alcance a reaccionar, el tipo me empuja hacia una muralla y saca algo que reluce entre sus manos. Es un afilado puñal que lo coloca entre mis costillas.
Me aterro ¿En que momento se me ocurrió salir a la calle a esa hora? Me pide dinero pero no porto nada. Siento que su mano tiembla y después, con inusitada violencia, hunde el arma en mi tórax. Un dolor agudo me sacude mientras siento que el tipo huye desaforado. Me desplomo suavemente hasta quedar doblado en dos en el piso. Comienzo a perder la conciencia mientras la sangre se escurre formando un charco alrededor de mi cuerpo abatido. Mis oídos comienzan a campanillear, un perro ladra en la lejanía, pierdo a ratos la conciencia, me voy apagando entre espasmos dolorosos. Me parece escuchar un grito lejano, alguien corre y se aproxima ¿Estaré desvariando? No, es un joven, acaso la última persona que veré, el último rostro que quedará estampado en mis pupilas sin vida. Reconozco la voz, también el rostro: ¡Es mi hijo mayor! Por su rostro juvenil corren gruesas lágrimas. Escucho su voz muy lejana, un –Papitoooo- que se escapa desgarrador en esa noche negra, cada vez más negra y solitaria…
|