Serían poco más de las diez de la noche cuando Miguel, agotado por el trabajo diario, llegó de regreso a su hogar. Por el camino había comprado un bocadillo para la cena, pues estaba tan cansado que no le apetecía cocinar.
Cuando llegó a su casa tomó una cerveza de la nevera, cenó casi con desgana y estuvo zapeando un rato ante el televisor, pero como la programación era bastante aburrida, optó por coger un libro e irse a leer un rato a la cama, donde no tardó en vencerle el sueño y quedarse profundamente dormido.
Soñó entonces que volaba, empujado por el viento, sobre un inmenso y azul mar, en dirección a un horizonte, por cuya delgada línea empezaba a salir el sol, semejando una enorme bola de fuego que emergía de las aguas.
De repente, cambió el paisaje y se encontró caminando por una larga y solitaria playa, de arenas muy finas y casi blancas, las cuales pisaba con sus pies descalzos, notando una agradable y relajante sensación.
Unas aguas claras y extraordinariamente azules, con escasas y lentas olas, bañaban aquella franja de arena, en cuyo extremo opuesto crecía una espesa vegetación, abundando especialmente las palmeras.
Miguel contemplaba extasiado aquel paisaje, que sólo conocía a través de algún documental emitido por televisión o por haberlo visto fotografiado en folletos de propaganda de viajes a exóticos lugares.
Fué entonces cuando la vió. Era una mujer joven, rubia, vestida con una túnica blanca y vaporosa que, como él, contemplaba fascinada el panorama que se ofrecía ante sus ojos. Alrededor de su cabeza lucía una pequeña corona, hecha con flores blancas y rojas, de una especie desconocida para Miguel, que resaltaba la belleza del rostro de la muchacha, con unos ojos azules, una boca de sensuales labios y una estilizada nariz, todo ello sobre una piel morena propia de quien vive bajo el sol de un país tropical.
Él creía haber visto aquella cara en algún sitio, aunque al principio no lograba recordar. Tal vez había sido en su barrio, en la Universidad durante su época de estudiante, en las zonas de ocio que frecuentaba o...¡Ya está! Entonces lo recordó: Había visto aquel rostro en un cuadro, durante la visita a una exposición pictórica de jóvenes artistas extranjeros, donde se había quedado como hipnotizado por aquella belleza reflejada en un lienzo. Incluso llegó a interesarse por el precio para su compra, habiendo desistido de la misma por lo elevado de su importe.
Ella lo miró a la cara, le sonrió mientras avanzaba hacia él y, sin decir palabra, le tendió una mano para, cogidos de ella, empezar a caminar juntos por la orilla del mar, siguiendo la sinuosa línea de la playa.
Todos los intentos de Miguel para entablar conversación con aquella desconocida fueron inútiles, pues cada vez que él le dirigía la palabra ella se limitaba a contestarle con una enigmática sonrisa, mientras le dirigía una sugerente mirada con sus azules ojos.
"Tal vez no me entienda"-pensó, mientras lo intentaba de nuevo en un par de idiomas que apenas chapurreaba. Lo único que pudo averiguar, o al menos eso creyó entender fué su nombre: Yara.
Finalmente, se dejó llevar por la curiosidad y decidió que ella lo guiase por aquel lugar desconocido, a ver hasta dónde llegaba todo aquello.
Estaba anocheciendo cuando arribaron a un punto donde brillaba la rojiza luz de una fogata. Allí, un grupo de gente de rasgos físicos similares a los de Yara, cocinaban sobre las brasas unos extraños pescados que les fueron ofrecidos entre amables sonrisas, sin mediar palabra alguna.
Aunque desconcertado, Miguel vivía aquella situación sin sentir temor alguno, a pesar de lo desconocido que le resultaba todo.
Tras comer aquel pescado, condimentado con sabrosas especias, les entregaron en vasijas de barro unas exóticas bebidas, de sabor a la vez agridulce y refrescante, que ambos bebieron con gran avidez.
Después de aquella cena, los nativos se sentaron en círculo alrededor de la hoguera, a la que añadieron más leña para que las llamas fueran más altas e intensas. Seguídamente, comenzaron a tocar una extraña música, empleando para ello unas flautas y unos pequeños tambores que hacían sonar con gran habilidad.
El ritmo era al principio lento y suave, a la vez que envolvente, creando una atmósfera cálida y acogedora, en la que todos parecían flotar. Sin embargo, los compases se fueron acelerando poco a poco, hasta convertirse en una música frenética que, repentínamente, hizo levantarse a Yara y lanzarse a una danza llena de movimientos electrizados y excitantes. Toda ella era dominada por aquel endiablado frenesí, mientras la silueta de su bien formado cuerpo se veía a través de su blanco vestido, que se transparentaba a la luz de la hoguera.
Su rostro tenía un gesto como ausente, y sus ojos cerrados hacían que su espíritu se aislase de todo cuanto la rodeaba, dejándose transportar hasta el más profundo éxtasis.
Súbitamente, la música cesó, y ella cayó al suelo como abatida por un rayo.
Miguel se levantó y corrió hacia su amiga, que yacía jadeante sobre la arena, con su cara expresando una gran sensación de placer y un extraño y a la vez excitante brillo en sus ojos.
Él quiso compartir con aquella enigmática mujer unos instantes de felicidad y arrimó su boca a la de ella con la intención de darle un beso. Ya empezaba a sentir el fresco y jugoso contacto de sus labios, cuando un irritante sonido de campanillas sonó dentro de su cabeza.
Era un despertador.¡El suyo!
Miguel se incorporó en su cama sobresaltado y miró a su alrededor, comprendiendo muy disgustado que todo había sido un sueño.
Notó entonces álgo extraño en sus manos, fuertemente apretadas, tal vez por el efecto de la rabia que sentía y, al abrirlas, un puñado de blanca arena cayó sobre las sábanas, invadiéndole una extraña sensación, mezcla de sorpresa y terror, mientras pensaba:¿Realmente ha sido un sueño?
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