Aquella mañana, con un solo disparo en su cabeza, se dio por finalizada una insatisfactoria existencia, atestada de “desidealizaciones”; o, como él mismo decía, una maldita vida de porquería.
Afuera de su habitación, la sonoridad del impacto detuvo en seco la impaciencia del padre, de la madre y de la hermana, que golpeaban y llamaban con urgencia, ansiosos y preocupados por su hijo y hermano, respectivamente, quien insistía en no abrir la puerta, que tenía cerrada con llave.
Afuera de la casa, por su parte, el Gerente del almacén en el que trabajaba Él, es decir, su Jefe, estaba a punto de entrar al hogar; sin embargo, con el ruido del balazo de abstuvo. No lo pensó dos veces; al fin y al cabo, él sólo había acudido por la preocupación que le producía que uno de sus mejores empleados no hubiese asistido al almacén a tiempo. No era asunto suyo inmiscuirse en los asuntos familiares y/o criminales que pudiesen haber estado ocurriendo adentro de aquella casa. Se fue, como empujado por una fuerza invisible, y no volvió nunca más.
La vida de Él se había convertido, tal como él decía, en una maldita porquería. No obstante, esto en realidad no se lo decía a nadie, pues no tenía amigos y, debido a la movilidad de su trabajo, nunca había sido capaz de afianzar relaciones personales cuya magnitud fuera la óptima para manifestar declaraciones como aquella correspondiente a su vida. Por lo tanto, todas estas ideas, inquietudes y, sobre todo, conflictos, permanecían en su mente rebotando de un lado a otro, incesantemente.
Él usualmente reflexionaba durante sus viajes laborales y se preguntaba cómo su vida se había transformado en esta bazofia existencial. Según él mismo creía, pues esto había terminado por concluir, su vida no era más que el producto de una inquebrantable sensación de insatisfacción debida al reconocimiento de su presente; así, al darse cuenta de dónde estaba, no podía más que desanimarse y frustrarse, pensando en todo lo que alguna vez quiso ser y terminar encontrándose con tal odioso y despreciable final. Este estado, por su parte, debido principalmente al sentirse a sí mismo nada más que como un ente económico o un factor productivo.
En efecto, su familia lo amaba, aplaudía y se enorgullecía de él cada vez que llevaba un cheque a casa. Esta situación lo cansaba y fatigaba sobremanera; sin embargo, no le quedaba otra que aguantarlo mientras tanto: una deuda, de la que aún le quedaban algunos años por cancelar, le impedía irse de casa y reformar su vida.
Estas circunstancias se repetían en su trabajo. Él había logrado posicionarse satisfactoriamente dentro de su trabajo. No ganaba más, pero al menos contaba con cierta confianza de parte de su Jefe. Con respecto a este Jefe, por cierto, debo comentar que Él simplemente lo odiaba. Miles de veces había soñado cómo entraba estrepitosamente a su oficina, y sin ningún tipo de vacilación, le enrostraba todo aquello que por años se había estado guardando. El Gerente se caería de la mesa, esa sobre la que se sienta para, desde aquella altura, hablar a los empleados, que, como sordo, han de acercársele mucho. Mientras tanto, no obstante, no podía: otra vez el asunto de la deuda.
En fin, este Jefe confiaba en él y también lo aplaudía, aunque siempre y cuando su labor fuera bien cumplida, es decir, reportara los respectivos dividendos.
De esta manera, ser un buen hijo, hermano y empleado, quedaba siempre supeditado a su “éxito” financiero y laboral. Por lo mismo, si alguna vez cometía el error de no ser lo suficientemente “exitoso”, el pobre Él era expulsado inmediatamente del círculo afectivo familiar, y su trabajo era seriamente amenazado por el despido.
(Su madre) ”¡¿Cómo nos puedes hacer esto?! ¿Es que acaso no te formamos para que fueras un hombre de bien, y ahora te comportas de esta manera? ¡Deberías avergonzarte! Si vas a ser tan ingrato con tus padres, está bien, no importa, nos las arreglaremos como podamos, volveremos a esforzarnos una vez más. Ya nos verás, a mí y a tu hermana, arrendando un cuarto de la casa, siendo criadas de quién sabe quien; o a tu padre trabajar a estas alturas de su vida. Si quieres, no pienses en quienes te dieron la vida, pero al menos piensa en tu desgraciada hermana…”
(Su hermana) “¡Tú eres realmente un ser despreciable, malagradecido y ególatra. No te mereces nuestro profundo amor. Somos todo lo que tienes en el mundo y, sin embargo, no eres capaz de pensar en nuestros padres ni en mí, tu desgraciada hermana. No te entiendo, de veras, lo intento pero no puedo…”
(Su padre) “Hijo, me has decepcionado. Has manchado la ascendencia completa de nuestra familia y la futura descendencia también…”
Él era un absoluto esclavo de este sistema.
Más encima, ni siquiera contaba con alguna novia en la que aferrarse o, al menos, con la que pudiera desquitarse, ni tampoco confiaba en la esperanza divina de que todo ocurre para algo mejor o por alguna razón celestial (Cabe decir, por cierto, que este sentimiento terminaría derivando en un Absurdo que determinaría una postura filosófica y literaria en algunos autores posteriormente). No. Todo continuaba rebotando de un lado a otro, incesantemente.
A estas alturas, ya sólo le quedaba una última ilusión, que había recogido desde lo más hondo de su ya atormentada y oscura mente. Nadie lo salvaría más que él mismo. A pesar de arriesgada, se asía y confiaba en ella, apostando incluso su vida por ella. Era todo o nada.
La mente de Él se encontraba completamente atrofiada y distorsionada (al menos, con respecto a los márgenes ortodoxos acerca de la frontera entre la racionabilidad y la locura). Años de presión e incesante ping-pong, además de una depresión auto reprimida y una existencia rutinaria, habían, por el contrario de lo podría pensarse ordinariamente, agudizado y agilizado su capacidad intelectual y estaba totalmente demente. Recogió por fin esta última esperanza a su situación; la más ilógica: la única.
Al final del día, fue a acostarse completamente esperanzado hacia el día siguiente. Había apostado su vida a esta expectativa. Finalmente terminó durmiéndose todo ansioso y nervioso.
Una mañana, tras un sueño intranquilo, Gregorio Samsa no se despertó convertido en un monstruoso insecto. No estaba soñando.
Intentó inducirse el sueño nuevamente, esperando que al despertar otra vez sí hubiese ocurrido la metamorfosis; sin embargo, la desesperación del fracaso y de la desilusión, no se lo permitieron. Así, su última esperanza (transformarse en insecto), que era la única alternativa capaz de modificar su monótona y frustrada existencia, se había desvanecido.
- Gregorio – dijo la dulce voz de su madre – son las siete menos cuarto, ¿no tenías que salir de viaje?
“¡Estúpida arpía!” pensó Él, Gregorio.
Poco a poco, toda la familia: su padre, su madre y su hermana, lo comenzó a llamar. Primero golpeaban la puerta con cuidado y le hablaban susurrando; después, la violencia con que la puerta era azotada, y las no muy familiares palabras con que llamaban a Gregorio, terminaron de concretar la escena siguiente:
Gregorio se iba a levantar. Antes de hacerlo, no obstante, rogó para que al hacerlo, no fueran dos pies los que lo sostuvieran, sino seis patas. Desgraciadamente, no fue así.
Abrió su cajonera y la sacó. Ni siquiera la miró. Ya estaba cargada.
Aquella mañana, con un solo disparo en su cabeza, Gregorio Samsa dio por finalizada su insatisfactoria existencia.
|