Son doscientas y veintitrés noches sin dejar de soñar. Es la misma ilusión, la misma compañera nocturna. Sólo la luna sabe y mira desde lejos, sin ojos con los cuales mirar. Son noches eternas con sabor a humo y a ceniza, la cenicienta vida de un alma que pasa sin suspirar. Lo arrebatan los sueños y de día ya no es él mismo. Los ojos grandes y apagados están enmarcados por una profunda delineación negra. Sereno, sereno. Y el fantasma de aquella mujer lo acompaña sin descanso.
Él la ve aún cuando no la ve. Siente sus cabellos blancos y largos cual delgados hilos de plata; siente su respiración tibia y acogedora; presencia su incesante llanto. Lo agoniza realmente. Pálida y hermosa pero misteriosa y sin hablar, lo persigue desde hace ya muchos siglos quizá.
Él trata de olvidar más que nada. Pretende darse de lleno a su trabajo y dejar que el constante papeleo frené sus más íntimos deseos. Desea seguirla hasta la muerte y el olvido. Pretende saciarse de sus labios sangre y flotar hacia la nada, tan sólo envuelto en un manto de su esencia.
En los sueños ella siempre aparece acariciando el bosque tras el eco de una inocente risa. Es la criatura más hermosa que él ha presenciado; es aura blanca y luz tibia en un paraíso terrenal. Lo llama desde lejos con su mística canción y sus ojos lo conjuran como si por vez primera, brindándole la existencia. De la calidez y el bienestar se torna en tristeza. Más que nada, es tristeza velada en mujer. Ojos grises como un mar enojado, como espuma sin hogar y pez sin aliento. Ojos que han vivido la muerte y añoran renacer, si tan sólo con ayuda de aquél.
En las mañanas la vida cesa; es un tumulto sordo que, donde había verde vida, agua clara, y flores multicolor, sólo queda una negra oscuridad.
El hombre ya no es hombre, es sombra que camina y parasita de su alrededor. Es criatura moribunda, tierra seca, vientre muerto. El reflejo de la mujer vive en sus pupilas. Respira por ella todavía y todas las demás están celosas. Le reprochan con miradas filosas y sus bocas se distorsionan y detrás de las sonrisas sólo hay máscaras y dolor. La vida se ha convertido en dolor, pero aún así ya no es vida.
El pasado, con aura distinta y brillante cabellera, es más acogedor.
El hombre agarra la soga, cierra los ojos cansados y acaricia su cuello con aquel material raposo, salvador, casi divino. Existir ya no significa lo mismo cuando se nace bajo una sombra ajena. Existir y perderse en la existencia de otro. Existir sin ser y vagar eternamente. Prefiere morir. Quizá la muerte le brindará salvación. Estará más cerca de ella, talvez a un paso crítico, a lo mejor a un vuelo nocturno. Pero muere y grita por última vez, y se escapa de algo que no tiene salida. Muere para volver a renacer, para ser sombra nuevamente, para soñar con una mujer que jamás lo soltará. Muere para volver a morir únicamente.