Corrían los años cincuenta y por cuarenta y nueve centavos a la semana, mi abuela logró que mi hermano y Yo fuésemos miembros de la escuelita de Chichí. Élla, alta y esbelta, de piel canelo oscura y un pelo ultra rebelde, lograba disipar su soledad con nosotros. Al llegar siempre estaba ordenando bancos y taburetes que la tarde y la noche anterior desordenaba en sala. Nos recibía con un besito en las mejillas como para calmar sus ilusiones y siempre iniciaba la mañana con un cántico que invocaba las vocales.
A las doce en punto terminaba la jornada, cuya constancia no aparecía en ningún lado. Sí acaso había algún éxito, estaba en cómo, la “maestra”, lograba nuestra complicidad. No había pizarrón ni nosotros llevábamos libretas. Lo acaecido quedaba impreso solo en nuestras mentes. Recibía visitas en plural con la singularidad de que nosotros éramos el entorno. Todo se hablaba en nuestra presencia, incluso, las herramientas verbales de álguien quien la pretendía. Fuimos discretos o sí se quiere traidores al almacenar comentarios adversos.
Si por casualidad o premeditádamente, una de nuestras madres irrumpía en el “áula”, Chichí, enérgicamente, transformaba en didáctico el momento: “Contemos todos de cinco en cinco”.---Decía---Y todos a la vez: cinco, diez, quince…..ayudados por la madre presente. Luego, superado el momento, volvíamos a ser casa fuera de casa. Era, sencillamente, estar con élla y servir de fondo a sus cotidianidades. Verla pelar papas y cebollas y limpiarle el arroz y añadirle agua a las habichuelas y cuando todo olía a casi ya está, pónganse de pie y regresen mañana temprano.
Al día siguiente: “cantemos: debajo de un botón del señor Martín, había un ratón que era chiquitín”. “Prepárense---ordenaba---hoy es viernes y nos toca bañarnos en el río”. Chichí, interpretaba y trabajaba a fondo lo que nos era prohibido. Chapotear en el charco Vanderhorst no era lo que manejaba con gran acierto, más bien su arte consistía en despertarnos a destiempo, cierta inquietud. Conocía el delgado hilo que unía su atrevimiento con nuestras intenciones. Sabía que al escogernos para sostener la toalla, tras la cual, pasaba de ropas ordinarias a trusas y viceversa, estaba concediéndonos un alimento exquisito.
Hoy, en lugar de aguas, veo sobre lo que fuera el cáuce, una piel canelo oscura con un pelo ultra rebelde y excesivamente negro. Al lado, simplemente, un río degenerado en zanja.
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