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Giovanna rebuscaba en la vieja cajonera inglesa de caoba. ¿Donde estaba la chequera negra?

Siempre la guardaba allí, al fondo del segundo cajón junto al revolver de su padre.-Si la sacas debes dispararla – insistía siempre el anciano.

La chequera no estaba. Maldita…

Alcanzó un crujiente fajo de papeles, los tomó con cuidado y al revisarlos un agudo sentido de alerta disparo terror por todo su cuerpo. ¡Esa carta no podía estar allí! ¡Era imposible! ¿Como llegó a ese rincón, junto a los pasajes de tren de su ultimo viaje a Berna?

En un negro ostentoso veía la firma de su amante.

Casi exánime cayó sobre la cama. Tiritó. El cielo tedioso invadía oscuro la habitación. Hacía frío.

Giovanna, comparte ese cajón con su marido. Comparte una vida aburrida y el resto de la casa.

-Ridículo. ¿Como llegó a hasta allí?-

Al principio era feliz.

¿Realmente?

Quizás…

Sin embargo con el paso del tiempo, se descubrió hastiada de tedio, relegada a un plano de no mucha importancia y con la absoluta certeza de identificar esa supuesta felicidad como una tranquila ausencia de problemas, una calma asesina, un cáncer de los sentidos. En el mejor de los casos bienestar… pero de ninguna manera felicidad.

El sexo monótono y escaso, se había espaciado lenta y constantemente. Al cabo de unos meses, por sus conciertos y el ritmo inhumano de sus viajes (ser músico es una mierda) Giovanna encontró su cama tan muerta y seca como su vagina.

Cuando le conoció, Marco, su marido, fiel y aburrido le pareció el remanso ideal donde (cansada de tanta intensidad) decidió esconder sus sueños. Se sintió seducida por los ojos serenos y la seguridad de sus manos. Le escuchaba en silencio, cocinaba para ella y terminaban las veladas haciendo el amor con suavidad en la calma blanca de su apartamento.

Al comenzar, Marco solía demostrar apuro por metérsela, sentía una urgencia extraña en él. Primero le lamía durante un lapso eterno, minutos y minutos de silencio sin murmullos, sin sonidos. Súbitamente estaba dentro de ella y se calmaba, el ritmo de sus embates se volvía monótono y lento, un vaivén mecánico, una mecedora vieja crujiendo en una tarde de desierto.

Era siempre igual. Suspiraba quedamente y no emitía gemidos. Nunca una palabra reveladora, un mordisco, un movimiento fuera de lugar, nunca un giro apasionado o una imprecación.

Técnicamente le follaba con pericia. Mano izquierda en el pezón derecho, un pie entre sus muslos acariciando lentamente y la punta de la lengua (muy húmeda) lamiéndole delicadamente la nuca, el lóbulo de su oreja, un omóplato.

Solía tomarle por detrás, debajo de ella. Sentía los masculinos pectorales duros en su espalda y desde esa perspectiva mirando el techo perdía su mirada. ¿Eran esas posiciones ex-profeso?

Sentía que ocultaba algo, una sombra, un asomo de abismo. Giovanna, segura de sí, jamás había pensado en otra mujer y Marco de la misma forma parecía no fijarse en nadie más... visiblemente al menos...

Entre tanto sus constantes viajes, los conciertos los aviones, los hoteles anónimos y la vuelta a casa comenzaron a signar el ritmo entero de sus días y con ellos su vida amorosa. No es que se quejara, por el contrario así lo había querido, ella lo había buscado. Manejaba cierto grado de comodidad dentro del organizado tedio de su existencia.

En el frío invierno de ese año encontró a su amante y su universo pareció ensancharse, ya no estuvo sola.

PETRUCCIO no surgió de repente. Amigo de Marco desde hacia muchos años comenzó a frecuentarles en los últimos tiempos. Iban juntos al gimnasio, ayudaba a subir las bolsas del supermercado, atendía al técnico de la computadora de Marco o hacía las veces de chofer cuando el perro necesitaba ir al veterinario. Una exitosa serie de patentes sobre la optimización de ciertos inventos le pagaban unas regalías asombrosas y mantenía una cuenta de banco en permanente crecimiento. Vivía en un bruñido retiro.

Al llegar Giovanna de una gira agotadora por Hong Kong, Seúl y Singapur, PETRUCCIO le esperaba en el aeropuerto de Roma, Marco (su marido) atendía a unos gringos ordinarios, clientes importantes de la compañía y no podía ir por ella.

Parado cerca de la pared, casi en la salida sobresalía al resto por su presencia notoria y la estampa inconfundiblemente elegante que le daban sus camisas inglesas y sus zapatos de cocodrilo. El pecho musculoso y los antebrazos bronceados revelaban largas horas de tenis bajo el sol. Era extremadamente guapo.

Ya en casa, después de subir las maletas y mientras abría una botella de chianti (el jet lag le daba una sed tremenda) PETRUCCIO le acarició como al descuido. Fue un gesto subrepticio, escondido, como por casualidad. Un chispazo subió por su brazo, el corazón se aceleró. Fue sorpresa pero también fue súbito deseo. No pensó en las consecuencias y distraídamente quitó el cashemere de sus hombros. Los pezones (ya erectos) redondeaban los diseños geométricos bajo la blusa roja.

Varios hechos cobraron sentido en ese momento. Una nueva conciencia le revelaba porque él siempre estaba en casa cuando regresaba de viaje o al llegar de un largo partido de tenis con su marido. Porque tanta frecuencia en visitarles, ir de compras, conseguir boletos para la opera, navegar o sencillamente ver televisión todos juntos mientras a los pies dormitaba el perro.

Hicieron el amor con violencia y desde entonces contaba los segundos para quitarle la ropa y acariciarle desnudo.

Marco ausente contemplaba desde alguna fotografía en la sala mientras las eternas reuniones de directorio le anclaban en la compañía dejándoles el apartamento vacío. El ya no le pedía su sexo.

Giovanna, en algunas ocasiones, mientras ensayaba en el teatro vacío (antes de un concierto) metía sus manos bajo la falda y lánguidamente se masturbaba, recordando sus piernas velludas y la virilidad de su miembro.

Sin embargo la culpa comenzó a envenenarla y entre viaje y viaje escribió -necesito finalizar esto-.

Marco era demasiado complaciente y temía ser descubierta. En alguna ocasión les encontró ruborizados aun con el matiz del sexo recién perpetrado coloreándoles las mejillas o desnudos (en un viaje a Aspen) tocándose bajo las burbujas del yacuzzi rodeado de nieve.

Presentía (de todas formas) el final del cuento y quería poder escribirlo.

En ese periodo las cartas se cruzaron tanto o más que sus cuerpos y con metódica disciplina apilaba los sobres ocres con su inconfundible firma rasgada a destajo en el reverso, deseaba conservarlas para cuando sus fluidos secos fueran solo recuerdos y entonces ¿como estaba esa hoja de papel egipcio sin explicación fuera de su escondite secreto?

Marco seguramente lo ha descubierto (pensó), pero entonces ¿porque el silencio?, ¿porque una amistad que se estrecha a cada momento?... sin ir más lejos allí llega el convertible de PETRUCCIO con ellos dos adentro. Y la carta en su regazo y Giovanna leyendo, mientras suben la escalera, mientras ríen a lo lejos, la firma de PETRUCCIO y un sonoro “Te amo” estampado en negro. Esa carta perdida que firma su amante rubio y dirige a su esposo moreno.

La puerta se abre y el cajón de caoba quieto, el revólver frío en sus manos y la voz de su padre diciendo -Si uno la saca debe dispararla-.

Silencio…


Texto agregado el 12-10-2005, y leído por 387 visitantes. (0 votos)


Lectores Opinan
15-03-2006 Contactame pablito si? marcelapersonal@gmail.com jaez
12-10-2005 Excelente. Me recordó a Kerouac, a Miller, a Anais Nin. Con esto me voy a dormir (eso espero: son las 2.27) Te felicito y espero sigas escribiendo. Alzheimer
 
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