Hacía casi cuatro años, desde que me había graduado de la universidad, que no visitaba la casa de mi madre. Extrañaba la sazón de su comida. La extrañaba a ella. Sin pensarlo demasiado, pedí un par de semanas de vacaciones en el trabajo, y decidí entonces ir a visitarla.
La vida de estudiante nunca fue tan placentera como lo habían sido las vacaciones en las que, siempre que tenía oportunidad, trataba de visitar una ciudad nueva, un lugar en el que no hubiera estado antes. He conocido, porque no decirlo, casi medio mundo viajando durante la época de vacaciones desde que comencé a trabajar. Entre amigos escuela, compañeros de trabajo y mujeres hermosas, pasé gran parte del tiempo, conociendo y disfrutando, lo que en ese entonces consideraba, lo mejor de mi vida. Ocasionalmente llamaba por teléfono a mi familia, especialmente a mi madre para saber como estaba pero, realmente, las escuetas conversaciones nunca llegaron más lejos de un “como te va” y “cuando vienes”. Creo que, me avergüenzo al admitirlo, la imagen de la cara de mi madre se estaba desvaneciendo poco a poco de mi memoria. La de mi padre, hace tiempo que se había esfumado.
Había otras cosas que recordaba muy bien: como las diabluras que hacíamos de chiquillos, mis vecinos y yo, que aún guardaban un lugar especial en mi memoria. Consideré injusto que esos momentos estuvieran mejor grabados que la cara de mi madre. La última vez que estuvimos todos juntos: mi madre, mis dos hermanas menores, Rocío y Fabiola, y yo, fue en mi graduación de la escuela de educación media. Esa noche llegaron las tres al pueblecito de San José, en donde la mayoría de sus habitantes trabajaban en nuestra escuela: un internado para varones. La señora encargada de la lavandería, Doña Dolores, vivía cerca de la escuela. Yo había le hecho unos trabajos en su casa y el jardín por las tardes para ganarme unos centavos. Ella era una mujer viuda, gruesa, madura, de piel enjuta pero muy simpática. En poco tiempo se encariño conmigo, y yo con ella. Al saber que mi madre y mis hermanas iban estar presentes en mi graduación, la primera en la familia por cierto, se ofreció amablemente a hospedarlos cuando llegaran. Pasamos momentos muy agradables, y también algunos tristes, por qué no. Pero estos últimos, se olvidan pronto.
Sin embargo, lo que me dejó cicatrices—en el estomago—, fue la comida que nos daban en la escuela. A mi madre nunca se lo dije, pues seguro se preocuparía, como lo hacen todas las madres. Nunca le conté que en ocasiones, durante los últimos meses de clase, prefería salir a comer a casa de la señora Dolores; ella cocinaba tan bien como mi madre. Pero por desdicha, no siempre podía ausentarme de la escuela a la hora de comer para salir corriendo a su casa. Los prefectos cuidaban la línea de alumnos para evitar que nos coláramos a la hora de entrar al comedor. Sin embargo, a pesar de la vigilancia, a veces el desorden se hacía en grande en la cocina. Las peleas dentro del comedor, ni se diga, comenzaban por una simple tontera: nos lanzábamos pedazos de pan, las cucharas, las tazas de plástico, etc. Al final, algunos salíamos con un ojo morado. Muchas veces lo hicimos en protesta por la calidad de la comida, otras, sólo por… qué se yo, divertirnos tal vez, A esa edad, pocas cosas se toman realmente en serio.
La comida, era una de esas pocas cosas que sí debían tomarse en serio. El sabor que tenía, era algo especial, y no precisamente placentero. Y de esos sabores, los que mas detesté fueron, sin lugar a dudas dos de ellos: los frijoles refritos porque tenían el sabor de los peroles de aluminio, y la sopa de habas, porque ese olor se parecía mucho al de los pies de uno de mis compañeros. El día que nos servían esa sopa, seguro que nadie de mi grupo la tomaba. Ni durante la universidad ni en el tiempo que llevaba trabajando, he probado cosa igual, y me alegro, pues sería desastroso recordar el sabor de aquella comida.
Al llegar a casa, mi madre estaba preparando de comer en la cocina… mis hermanas habían puesto ya la mesa, adornada con sencillez, pero agradable a la vista. Todas me esperaban ansiosas, y yo igual. Los abrazos fueron tan efusivos, como calurosos. Llenos de sentimiento y ternura. Mi madre lucía orgullosas los hilos de plata que adornaban sus sienes. Mis hermanas, convertidas ya en mujeres, apenas si las podía reconocer pero ellas, no se habían olvidado aún de mí. Estaban preciosas.
Dejé mi equipaje en la sala, y de inmediato mi madre me llevó hacia la cocina y me ofreció de comer. Le dije que en le avión la comida no era buena, el servicio había bajado de calidad. Ella, ni tarda ni perezosa, me dijo que había preparado un plato sorpresa. Sinceramente, yo esperaba un pollo o unos champiñones en mole rojo, los preparaba deliciosos. Mis hermanas me taparon los ojos cuando me senté a la mesa. Entonces, cuando mi madre hubo colocado el plato frente a mí, abrí los ojos y encontré, lo que menos esperaba: sopa de habas. Ese plato exquisito, preparado por las manos de mi madre, ha sido el que más he disfrutado en toda mi vida.
© Copyright |