Y fueron pasando los días de mi estancia en Budapest, sucediéndose muchas simpáticas anécdotas durante la misma, de las que cuento algunas de ellas:
1) Una de las cosas que había llevado desde España, por encargo de Edith, fué una cinta de canciones infantiles, para unos trabajos que quería hacer relacionado con actividades infantiles de tiempo libre. Para ello, mi madre había comprado una cassette de los payasos "Hermanos Aragón" (Gaby, Fofó, Miliki y Fofito, bastante conocidos en gran parte de Hispanoamérica), pero una cosa es saber entender y hablar el español y otra muy distinta oirlo cantado, por lo que me tocó estar oyendo repetidas veces la cinta para ayudar a Edith a descifrar la letra de las canciones.¡Terminé aprendiendo de memoria todo el repertorio!
2) En una ocasión, Edith me confesó que había palabras del español que no las encontraba en el dicconario, sobre todo cuando eran empleadas por gente campesina, o de pocos estudios. Yo me ofrecí a explicárselas cuando tuviera alguna duda, y al poco rato salió con una revista cubana entre las manos, en que había una entrevista a un peón del campo y me preguntó:"Manuel, ¿Qué quiere decir coño? Lógicamente, tuve que emplear ciertas dotes de diplomacia para explicárselo, aunque los dos acabamos partiéndonos de la risa.
3) En otra ocasión, yendo en autobús, se me ocurrió preguntarle en ruso (usando las pocas palabras que yo sabía). "Kudá mi sichás idyom" (¿Adonde vamos?) Y ella me contestó muy bajito y muy seria:"Manuel, no hables en ruso muy alto en un lugar público, que no es conveniente". Y es que, por lo visto, empezaban a estar un poco hartos del régimen político impuesto por los soviéticos... Es curioso, pero entre los países integrantes de aquél bloque, había mas simpatías por unos que por otros. Por ejemplo, eran muy amigos de los polacos, pero no tenían demasiada estima por los rumanos.
Y así, muchas más anécdotas.
Aproveché el tiempo también para hacer compras, y pude ver de nuevo la curiosa y paralela forma de evolución que había en la parte Este de Europa, a nivel de mercado consumista, ya que entonces existía el COMECON, una especie de CEE pero al estilo socialista, con productos de la zona oriental, muy baratos al cambio incluso para un español, pero de líneas algo anticuadas en algunos sectores en lo que se refiere a diseños.
Por ejèmplo, había bastantes juguetes hechos en hojalata, cosa que yo recordaba como en sueños, de cuando era muy niño, ya que era entonces el plástico lo que se había impuesto en juguetería.
La artesanía, en cambio, era muy particular, con estupendos trabajos en cuero y en madera.
Entre otras cosas, recuerdo que compré, y aún conservo, un látigo (De 2 metros, de cuero trenzado en vivos colores y una empuñadura corta de madera tallada), una cantimplora de madera forrada exteriormente en piel de potro y un plato y una flauta de madera tallada. Como cosa curiosa, dado que había una tienda de artesanía rusa, compré también una balalaika (especie de laud ruso, de caja triangular), que tuve que embalar cuidadosamente de cara al viaje de vuelta y que conservo como un gran tesoro. No hace mucho que se la dejé un día a mis hijos, para que la llevaran a la clase de música del colegio, y se quedaron todos alucinados, empezando por la profesora.
También compré una botella de vino de Tokay, la cual le dije a Edith que guardaría para abrirla cuando nos viéramos en España... Y todavía la tengo. Durante todo el tiempo que estuve en su casa, tanto ella como sus padres me trataron muy bien, aunque para entenderme con ellos Edith tenía que hacer de intérprete, pues ni ellos hablaban una letra de español ni yo de húngaro. Su padrastro, aparte de su lengua materna, sólo hablaba alemán, que era el idioma que, junto con el ruso, se usaba para las carreras técnicas en la zona oriental en aquella éoca. Él era ingeniero agrónomo, especializado en maquinaria agrícola, y su madre era delieneante en el Instituto de Geofísica, muy cerca de su casa y al que una vez fuimos Edith y yo a comer en su cafetería-comedor, aunque sentándonos con su madre algo apartados, para disimular mi presencia.
En Hungría la comida no era mala ni escasa, aunque muy diferente a la que yo estaba habituado, más mediterránea, pero hubo cosas que me gustaron y de las que compré algunas cosas que me traje a Valencia: Unos quesitos en porciones, de una calidad muy cremosa y con trocitos de jamón ahumado, una especie de salami ahumado, muy fuerte de especias y una suave y superdulce miel, procedente de flores de acacia (yo estaba más habituado a la de romero o azahar).
Desgraciadamente, se me acabó el tiempo de estancia permitido en ese país, y no me quedó más remedio que preparar la vuelta. Edith me fué ayudando a preparar la maleta, y fué cómplice conmigo de un detalle que quise tener con su madre: Un discurso de despedida, agradeciéndoles sus atenciones e invitando a su hija a mi casa de Valencia ¡En húngaro! Lógicamente, aquello fué una gran sorpresa para aquella buena señora, que se abrazó a mi emocionada por aquel detalle. Por cierto, que ese discurso también lo tengo guardado en el álbum de las fotos del viaje.
Fuimos a la estación en uno de aquellos típicos tranvías de madera y me ayudó a subir el equipaje al vagón. Cuando nos despedimos, no hubo lágrimas, pero faltó muy poco, y quedamos en volver a vernos algún día, lo cual todavía espero poder realizar. La vuelta hasta Viena fué algo silenciosa por mi parte, pues casi todo el tiempo viajé sólo en el departamento, y solamente fuí acompañado un corto espacio de tiempo por unos húngaros, que bajaron del tren antes de cruzar la frontera.
Ya en Viena, tras llegar a la estación y volver a cambiar dinero, me dispuse a buscar alojamiento hasta el día siguiente, cuando salía el avión que me debía llevar a París. Haciendo uso de unos folletos informativos que había traido de España, busqué un albergue juvenil para pasar la noche, dirigiéndome a uno de nombre "Don Bosco", que resultó estar ubicado de una forma muy original: Se trataba de una iglesia bastante moderna, con dos torres, una de las cuales era el campanario y la otra era el albergue. Ya estaban esperando en la puerta dos chicos, polacos ellos, con los que hice amistad enseguida y con los que me entendí como podía, chapurreando entre todos un poco de los idiomas que sabíamos.
Tras darme de alta en el albergue, me fuí con ellos a dar una vuelta por Viena, que por cierto era una ciudad de un nivel de vida altísimo, lo cual mi ya gastado bolsillo acusaba cada vez que quería comprar algo.
En el albergue, en la misma habitación, distribuidos en cuatro literas, éramos 8 personas: 4 egipcios, 2 polacos, 1 italiano y 1 español (servidor).
Al día siguiente, tras desayunar y despedirme de los polacos, estuve dando yo una pequeña vuelta por Viena, por mi cuenta, tras dejar mi equipaje en la consigna de la estación de autobuses mientras se hacía la hora de tomar el autobús hacia el aeropuerto.
Como cosa curiosa, ví que algunos campesinos de la montaña, cuando bajaban a comprar a la ciudad, lo hacían ataviados con el traje típico tirolés, del cual parecían sentirse muy orgullosos. A primera hora de la tarde salí en avión a París, llegando sin novedad. Una vez allí, me dirigí en taxi a una residencia estudiantil, situada en la Cité Universitaire, que en verano funcionaba como hotel económico para estudiantes, y allí estuve tres días, para aprovechar un poco más mi tiempo de viajes y de paso conocer la capital de Francia.
La verdad es que era una ciudad que "respiraba" mucha historia, y en la que viendo muchos de sus majestuosos edificios se podía comprender el por qué de la Revolución Francesa, pues mientras los nobles construían aquellos lujosos palacios, el pueblo se moría de hambre. Sinceramente, París no me causó entonces demasiada buena impresión: No me pareció una ciudad acogedora, todo era carísimo y sus habitantes muy antipáticos. Además, ya empezaba a estar un poco dominado por la impaciencia de volver a casa...
Compré el billete para regresar a Valencia, en la linea Iberbus de autobuses, pues era lo más barato que había para mi ya escurrido bolsillo. Sabía que me tocaría aguantar 24 horas seguidas de viaje, y en España no había entonces demasiadas autopistas, pero con 19 años y en buena forma física se aguanta lo indecible. Y por fin emprendí el último tramo de mi viaje de regreso.
Cuando llegué a Valencia, mi familia estaba esperándome en la estación de autobuses, llevándose todos una gran alegría al verme, tras más de tres semanas de ausencia entre unas cosas y otras. Recuerdo que mi madre me preguntó:"¿Qué quieres para comer?" Y yo le contesté: "Tortilla de patatas y embutido con tomate, que fuera de España, en Europa no saben comer bien".
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