Me quedé mirando tu silueta, que como una bicicleta blanca recorría estos despojos. La soledad de esa mirada fría dentro de sagrados territorios ajenos a tu esfinge. Detrás el viento, eco de otras quejas, flotaba en horizontes, mientras los deseos de tu piel latían intactos. Y la risa se escondida bajo un manantial de sensaciones, en tu perfil adolescente doblegado al llanto o las cálidas mañanas en la espera. Eras esa única mirada que deseaba ver, un espejismo de mi ser coartado en abstracciones, la realidad acechando estas espaldas, bajo el murmullo de la muerte. Como un soplo de luz, tu vida traspasó los campos sembrados de lápidas y tumbas, para perderse sobre estos ojos inertes que detallaban la partida. No soy más que un alma fagocitada por tu vida, si te marchas, desaparezco; si te quedas, aún seguiré siendo ese ente de cristal que extraña y siente... Luego el silencio, esa misma y monótona ceremonia de hospitales, largos pasillos de mutantes, tu silueta encarnada en cada uno de los pasos, los calmantes atados al deterioro de mi piel, la humanidad compartiendo una necedad de amparos, tus ojos tiesos abrazados a mi imagen, el funeral de tu pequeño cuerpo.
Otra vez los miedos, esas voces alternando con mi mente, la oscuridad revestida de blancos, el encierro ante tu partida, hasta lograr nuevamente ese reencuentro...

Te espero, papá.

Ana Cecilia. ©