El mundo es una mascarada, el rostro, la postura y la voz, todo es mentira. Todos quieren parecer lo que no son, todos engañan y nadie se conoce a sí mismo.
Goya, comentario a la VI lámina de los Caprichos
«No me lo prometí a mí mismo porque no tengo tanta autoconfianza para hacer promesas, pero me lo propuse firmemente hace ahora justo un año: aquellos serían el último inventario y la última cena de Navidad en medio de esta folclórica empresa para la que trabajo, Souvenirs de España. Desgraciadamente, todo ha quedado en otra propuesta incumplida más, como dejar de estar al día de lo que se cuece en la TV o dedicar algo de tiempo a una ONG seria antes de que sea demasiado tarde; y aquí estoy otro año más, trasegando entrantes, todos derivados del cerdo, y esperando el cordero pascual asado, rodeado de compañeros con los que no tengo nada que ver, excepto el derecho a un juicio y un uniforme de un color naranja que sobre un cuadro de Matisse queda tan vivo que dan ganas de ponerse a bailar, pero sobre los empleados de una cadena de tiendas de souvenirs resulta más bien una forma de entender el luto rayana en la fantasía. Mechas o calvicie, palidez y luto de color naranja: no hay motivos para la danza.
Tengo 28 años, pero todo el mundo me echa más, sin que nadie hasta este momento haya sabido explicarme por qué: debe de ser por el corte de mi cara, una cara más propia de la Transición o incluso del Vuelo Plus Ultra, o simplemente por mis canas. Otro más listo que yo ya habría ganado un buen pellizco anunciando el milagroso Grecian 2003, pero yo simplemente me limito a cointerpretar una escena propia de un Capricho de Goya realmente apocalíptico y a incubar más canas: dicen que las preocupaciones blanquean el cabello (en este caso el cabello de David, que soy yo, y no de Ángel, que trabaja en el almacén y que está aprovechando la ocasión para ligar con Sandra, la más jovencita de esta caprichosa mélange del destino).
—Sí, cómo no, por favor: la morcilla y lo que haga falta. Toma. (Toma y pálpate la cintura, pero, por el amor de Dios, no vengas mañana diciendo que estás gorda y que no tienes nada que ponerte para Nochevieja). Mujer, de nada. Una vez al año no hace daño.
Una vez al año sí hace daño y una vez al día, más aún. Cuando salga de esta cena habré envejecido de un golpe 180 años, pero por el momento esto no me preocupa lo más mínimo; incluso yo me he puesto por mi cuenta diez más para que nadie se sienta gafe. Ahora mismo acabo de hacerle el juego a Arancha, tan mona, tan sonriente, tan inconsciente, cuando me ha preguntado la edad:
—Échame sin miedo
—No sé. ¿33 años? ¿34?
—Uf, casi. Tengo 38, pero gracias, Arancha.
—Pues pareces más joven. 35 como mucho. Qué suerte, ¿no? Yo conozco a tíos de 38 que no están como tú ni mucho menos. Mi tío Emilito tiene 40 y ya quisiera él…
¡Su tío Emilito…! No ha atinado con la edad, pero sí con una variable mucho más tangible: el lomo de orza.¿Por qué todas las chicas jóvenes ahora se llaman Arancha, Soraya o Sandra? Todas tienen 20 años y todas están contentísimas de trabajar para esta empresa-rodillo. Me gustaría subirme a la mesa y arengarlos a todos para hacerle tragar a José Maria, mi jefe, una a una todas las piernas de cordero que hay en las otras mesas —las nuestras aún no nos las han servido—, porque, aunque no es responsable de mi desencanto, es un cómplice feliz: trabajamos todos los domingos y fiestas de guardar por un salario feudal, mientras la empresa —y él también— se forra. Lo he leído en las páginas de Economía de El País: el volumen de beneficios del año pasado es escandaloso. Para colmo, el último convenio que firmó el comité de empresa, al que pertenece Cati, empeora las condiciones precedentes, ya bastante degradadas: ¡qué malos son, Dios mío, el dinero y las drogas! Pero el mayor responsable soy yo, por no haberme liado la manta a la cabeza hace por lo menos un año, al día siguiente de la última cena de Navidad: me recuerdo sentado en el mesón asturiano entre Rosa y Julia rumiando este mismo discurso, quizá un poco menos amargo.
—No, no estoy muy callado, lo que pasa es que sigo varias conversaciones. ¿Qué tal Ricardo, ah, eso, Fernando? (¿Y a mí qué me importa Fernando, el novio de mi compañera, si apenas lo conozco?) Bien, sí, me toca, hay que estar al pie del cañón, qué vamos a hacer.
A esto se limita una conversación entre dos personas obligadas a cenar juntas en plan festivo sin tener nada que decirse. Pero no sé de qué me quejo: la culpa es mía. Mi jefe fue muy claro cuando le pedí que me distribuyera las horas de otra manera para tener dos días libres completos: «Chico, esto es como las lentejas: el que quiere las toma y el que no, las deja.» Total, que en lugar de dar rienda suelta a mi lado teatral e imitar a Marcelo Mastroiani en Los camaradas, aquí estoy pasándole el chorizo ibérico a Manuela, la señora de la tienda de ABC Serrano, quien ya está bastante colorada por el vinazo y por el calor que hace en este asador, todo ocupado por radiantes grupos de empleados y jefes, mientras sonrío como si pudiera presumir de la blancura de mis dientes. Bueno, la verdad es que tampoco mi jefe ostenta el blanco nuclear que cualquier día exigirán a los nuevos empleados. Ya exigen unas medidas y una edad —a Lola, una amiga de Patro, no la contrataron para el stand de Fitur porque era «demasiado grande y no iba a caber en la tiendecilla»; luego tienen la desfachatez de que ese tipo de criterios de selección de personal trascienda y sea la comidilla entre nosotros—, así que no me extrañaría que en las futuras entrevistas de trabajo les abran la boca a los candidatos como a un caballo y les pongan al lado una carta de color : «Así que sabes inglés y francés y has estudiado biblioteconomía. Y, por lo que veo, haces el pino con las orejas también. No hay nada que objetar en tu CV, excepto algo fundamental: la blancura de tus dientes. Nosotros pedimos blancura 16 y tú tienes solo 14. ¿No lo leíste en el anuncio?» «¿Y Ud. cree que con un poco de salfumán lo podría yo solucionar? Es que necesito trabajar para pagarme un módulo de archivística.» «Bueno, con agua fuerte lo único que conseguirías es que se te partieran con el primer pistacho que te comieras, a menos que no te importe pasar el resto de tu vida a dieta blanda. Lo siento. ¿Has probado ya en Día Autodescuento? Allí creo que son bastante menos exigentes. Claro, que también es otro nivel.»
—¿La salchicha burgalesa o el chorizo de Noalejo? Tomad las dos fuentes y olvidaos por una noche de la balanza. Y además estáis con pan integral, qué tenéis una fuerza de voluntad…
¿Qué pinto yo en medio de esta especie de aquelarre al lado del cual las Pinturas Negras son solo ilustraciones aptas para un devocionario? Tengo que escapar de aquí o me convertiré en una máscara. No puedo pasarme otro año más maquinando venganzas y alienado bajo lo que representa ese uniforme color bombona de butano y esas corbatas con el logotipo de la empresa, unas ridículas flechas ascendentes que quieren indicar el constante espíritu de superación, es decir, de mayores ventas de gitanas-de-marín, toros-de-osborne, banderolas rojigualdas, tricornios, osos-y-madroños, acueductos-de-segovia, paellas-valencianas, monteras, etcétera, etcétera, todo ello sobre soportes realmente imaginativos, dedales con la Primera Dama de Elche, imanes con el presidente en traje de baño, pisapapeles con el Teide, jaboneras con la Concha de San Sebastián… Si tuvieran que hacerme una radiografía del alma, no necesitarían ninguna pantalla extra para lograr el contraste: ya la tengo negra como una marea.
—¡Ooooooooooooooooh! ¡Qué buena pinta! A mí ya no me cabe más: no sé dónde vais a meter eso! Yo, más bien pasadita. ¡Ooooooooh!
Son las expresiones de júbilo y agradecimiento —todos sin excepción están mirando a José María— porque por fin han traído las piernas de cordero, el plato típico de este asador, justo cuando entra por la puerta Julia, un metro cincuenta y cinco de falsedad coronado con un pelo color zanahoria muy bien cuidado a juego con nuestro uniforme. Dentro de un tiempo no la contratarían, además de por la edad, por la (escasa) estatura, pero ella ya está dentro, desde hace 13 años, y está tan contenta. Antes de sentarse junto a su hija, se ha rendido a la tentación de un número típicamente juliano, una especie de reverencia como si el «Ooooooooooooooooh» estuviese dirigido a ella por llegar tarde, como siempre, especialmente los domingos, cuando le toca abrir la tienda. Su marido trabaja en RENFE, parece que con un puestazo que le buscó el padre de Julia. Así que ella emplea su sueldo íntegramente en lo que llama «los arreglos y caprichos de toda mujer». La pena es que la Inquisición desapareció y ninguna clínica de estética ha recuperado todavía aquellos artilugios de tortura que podían estirarte hasta 30 centímetros; Julia estaría sencillamente divina con un metro ochenta y cinco. Tengo que sugerírselo porque su divisa número uno, fruto de noches de satén y meditación es que para estar bella hay que trabajárselo: no lo regalan. La encuentro rarísima vestida de calle, pero el pelo es inconfundible: era lo único que sobresalía por encima de los visillos de los ventanales y la he reconocido en seguida. Eso sí, no creo que puedan conseguirle una segunda vez exactamente el mismo color. Son tonos exclusivos porque son irrepetibles. Debería estar perseguido de oficio experimentar con los colores en el pelo y, sobre todo, no acordarse después del mantenimiento que exige (que no es su caso, en honor a la verdad). Vivimos en una época sin decoro en la que basta con apelar a la libertad de expresión para hacer lo que nos dé la gana: eructar en público, escupir por la calle o incluso en el metro, no ducharnos en meses, no recoger los Excrementos de Nuestro Perro, dejarnos Una Uña Larga, convertir el Estreñimiento en Otra Conversación Más, contar con quién te acuestas y con quién te levantas justo después de decir “Hola”, etc., etc., pero debería haber un límite. Límite, mesura, decoro (no necesariamente poético), grandes palabras en riguroso desuso. Los tintes de pelo deberían estar regulados por ley como lo está la alcoholemia: lo que exceda de lo permitido sería sancionado con una multa o incluso la cárcel, según la dimensión de la agresión. El que se tiña el pelo debería firmar un contrato por el que se declara libre de coacción y en plena posesión de sus facultades mentales, y se compromete al mantenimiento que exija. Estas medidas se verían complementadas con un estudio en profundidad de la verdadera naturaleza de los peluqueros: quiénes son, cuáles son sus motivaciones, a qué grupos han pertenecido —no me sorprendería nada descubrir una red terrorista internacional en el gremio—, cómo fue su infancia… Quizá eso nos daría las verdaderas claves para entender, por ejemplo, una cena como esta. En todo caso yo estoy convencido de que los tintes traspasan el córtex, y esa es una de las razones del cretinismo intelectual de hoy y de tanta hostilidad. Y, por supuesto, los peluqueros son conscientes.
Sé que decir todo esto suena a frivolidad cuando ahí fuera, a 50 metros de este restaurante, hay un ejército de mendigos que intenta calentarse sobre los respiraderos del metro. ¡Qué imagen tan poco cinematográfica: ni Billy Wilder con una grúa habría podido hacer que esos abrigos llenos de mierda se levantaran un centímetro sin resquebrajarse! Todos ellos están pidiendo a gritos algo: su pierna de cordero, un bocadillo, un champú antiparasitario, matar a alguien… Yo tenía que haberle dado a uno de ellos los 15 euros que voy a tener que pagar aquí —lógicamente no se puede venir a todo un señor asador en pleno centro de Madrid con los 15 euros que da la empresa por persona para la cena de Navidad: hay que poner otros 15 para evitar ir a cenar todos juntitos a Comidas Caseras El Lucero—. Así podría comprar 15 cartones de vino Los Molinos y emborracharse todos a gusto.
—Esta buenísima, se come sin gana, ¿verdad, Arancha? Mejor que las fabes del año pasado. Es que es de ganado con denominación de origen trashumante. Caminante, son tus huellas el camino y nada más… Uy, el vino parece que se me ha subido a la cabeza. Como no estoy acostumbrada. ¡Se-ñor!
Pero Julia, sin apenas vino, ya nos ha hecho a todos olvidarnos de los mendigos de la plaza así como de su pelo, y solo ha necesitado una frase, eso sí, una frase insuperable. No creo que exista nadie más capaz de reunir en una frase simple (me refiero a que tenga un solo verbo, además de a que sea perfectamente intrascendente) una diseñadora de moda, el título de un cuadro y el nombre de un pintor que no es el autor del cuadro: « Y los he tapizado en ese verde alga de Agatha Ruiz de la Prada tan parecido al de El ángelus arquitectónico de Millet». A partir de esa frase podría haberme quedado sordo como Goya para el resto de mi vida, o al menos para el resto de la noche. Ya no necesito escuchar los detalles del último viaje de mi jefe a Nueva York ni los de la hipoteca de Arancha: «Son 43 m2 de piso en Parla rodeado de zonas verdes y nos ha costado 48.000 euros para pagar en 20 años. Esta genial, ¿no?» Sí, está genial: estoy demasiado fatigado para decir otra cosa a estas alturas. Excepcionalmente, ella sí tiene unos dientes blancos como la cal viva.
¿Pero por qué he venido, Dios mío? Podría haber aprovechado para ir a visitar a Máxima, la viejecita poliomielítica a la que le encanta ajarme la cara con sus besos y su bigotito, aunque a mí me repugna: con los 15 euros podría haberle llevado una caja de bombones y se habría puesto tan contenta, aunque a continuación se hubiera muerto de un subidón de azúcar porque creo que es diabética. O podría haber ido al cine: han reestrenado El gran carnaval, de Billy Wilder, esa gran lección de periodismo que por lo visto ninguno de los profesionales de la TV de hoy se ha molestado en tomar. «Para qué, si lo que la audiencia pide es…» También podría haberme quedado en casa: hace frío, yo soy bastante solitario y mi hermana me ha dejado la última novela de Eduardo Mendoza y me ha dicho que es muy divertida. O podría haber quedado con alguien. O haber dedicado toda la tarde a limpiar a fondo la cocina y a planchar todas las camisas. Ahora recuerdo que también tengo que responderle a Francine, que escribió hace un mes: hoy habría sido la ocasión perfecta. O simplemente podría haberme acostado pronto: tras la cena habrá que ir a hacer un poco el ridículo bailando salsa para demostrarnos que además de unos vendedores de souvenirs de primera fila sabemos ser divertidos cuando llega el momento, pero yo mañana también trabajo. U organizar mi propia cena de preNavidad en casa con mis amigos escogidos, algún compañero del trabajo (¿por qué no!), algún vecino, alguien de la clase de francés, alguien del gimnasio, alguien de la pandilla de paseadores de perros: yo no tengo perro que me ladre, pero paseo el de una vecina mayor que se ha roto una pierna; el camarero de mi bar favorito; alguien que encuentre en la calle y me parezca simpático y atractivo; algún amigo de los que nunca he vuelto a ver… Podría ser un disparate de cena, pero al menos jugaríamos la baza del elemento sorpresa. Aquí en cambio todo es predecible, todos sabemos lo que va a decir el de enfrente porque llevamos hora y media hablando del trabajo, exponiendo nuestras conclusiones de sociólogos baratos sin hacer el menor esfuerzo por construir una frase que encierre una idea con sentido.
—Yo con los japoneses no puedo. Son un pueblo… El otro día llegó uno, compró 60 llaveros del Guernika y me pidió una bolsa para cada uno. Yo le di un puñado de bolsas y le dije que se arreglara. Se fue sonriendo y diciendo sí, sí, con la cabeza, con una cara…
—Pues como el que me pidió el Güérnika en colores.
Las mismas gracias del año pasado, junto con todo el anecdotario de equívocos basados en la polisemia ultramarina de palabras como coger o concha. Y es que en el fondo somos humoristas: deberíamos vender entradas para asistir a esta cena, no solo por la calidad del cerdo y el cordero en todas sus presentaciones posibles, sino por la altura del humor espontáneo. Yo lo único que sé es que me he contradicho una vez más porque había mil alternativas posibles, y al final estoy aquí, haciendo el supremo esfuerzo de parecer radiante y feliz de ganar casi 1000 euros este mes porque tenemos paga extra… Mis compañeros no tienen la culpa, pero los execro por parecer tan encantados. Quizá piensan lo mismo que yo, pero no lo demuestran. Quizá han visto colmada su ambición, o simplemente son más realistas que yo y saben que fuera de Souvenirs de España no existe nada. Yo podría haber dejado este trabajo hace tiempo; nadie me lo impide, pero aquí estoy un año más, una cena de trabajo más en una Navidad más y con el mismo discurso de siempre.
«Y este es el cielo de David».
Sí, es otra frase de Julia y se refiere a mí. Yo tampoco comprendo cómo la tierra no se ha estremecido, abriendo una sima y tragandósela sin piedad. Yo a estas alturas de mi carrera ya no comprendo nada en general. Le taladraría la sien con uno de esos huesos, que es lo único que queda ya en los platos, por ser tan cursi; tan falsa y tan cursi. Qué esperará que yo responda: «Y ésta es Julia, que sabe mucho de pintura, como todos podéis ver». Ha sido la frase introductoria para presentarme a su hija Vanessa, que acaba de entrar en la empresa: sí, ella sí hace honor a la metáfora de las perlas de su boca. Me imagino que antes de que llegara el momento estelar de la Cena de Empresa, habrán tenido varias conversaciones tipo madre-hija. Julia dice que tienen una relación de amigas, que lo comparten todo, alguna ropa, el corte y el tinte del pelo (con solo 19 años, Dios mío). Ahora además las dos trabajan en el mismo sitio, codo con codo. Lo único que le falta a Julia es un piercing y un novio dibujante de cómics. Más que un ejemplo de mimetismo, esto es clonación. En cuanto Julia se enteró de que había una plaza vacante —es decir, cinco minutos después de que echaran a Rosa de la tienda de La Vaguada—, le dijo a su hija que enviara el CV a Personal. Para ella esta empresa debe de ser como el Parlamento Europeo. Si no, no me explico (dejando aparte la cuestión del tinte capilar) que se le ocurra animar a su hija para que entre en este pozo de grisura en el que ella lleva 13 años. Podría haberle puesto, en vez de Vanessa, directamente nº 23136, que es como tenemos que identificarnos en los recibos de descuento o en los de las tarjetas.
—Hola, Vanessa. Tu madre habla constantemente de ti. ¿Cómo te va en La Vaguada?
A mi derecha tengo a Merche: con un buen guionista, su vida y la de su familia darían para una divertida comedia costumbrista. Bastaría con que hicieran un corte transversal en su edificio, dejando a la vista su minisalón. Merche es la mayor de siete hermanos y tiene 32 años. Trabaja prácticamente desde los 18 en una de las tiendas de la Puerta del Sol y vive con su marido y su hija de 5 años a diez minutos de la tienda. Antes de casarse vivía en el piso de enfrente: 9 personas en 40 m2. ¿Cómo han podido sobrevivir sin matarse? Misterio. Y no sólo no se han matado, sino que parecen encantados. Compraron el piso de enfrente, 30 m2, para Merche, así que ahora son 12 personas para 70 m2. Cuando llega la fiesta de San Isidro, por ejemplo, se visten los 12 de romeros y se van a la pradera Ni una sola vez he oído a Merche quejarse de trabajar en la tienda o de vivir hacinada. La envidio.
Al lado de Arancha está Catalina, o Cati (aunque no me sorprendería que lo escribiera con k, th e y: Kathy; ella es capaz de eso y de mucho más, incluso de bromear ahora con Julia, a la que no puede ver ni en pintura acrílica). Cati es la típica que de entrada suele caer bien, pero no te puedes fiar de ella. A mí me cae fatal. Otra a la que ensartaría en uno de esos huesos antes de que se los lleven. Lo que todavía no entiendo es qué espera conseguir de José María: que la hagan supervisora de una de las tiendas, casarse con él, qué exactamente. Bueno, fue ella la que se encargó de la tienda cuando José María estuvo en Nueva York, aunque lo lógico habría sido que lo sustituyera Julia, que es la más veterana. En todo caso, a ella no la envidio, desde luego, porque supongo que no se puede envidiar y detestar al mismo tiempo a alguien.
Ah, y por fin llega el segundo momento estelar de la noche, la hora del Amigo Invisible, una bonita traición de dos palabras. Pusimos un límite de entre 9 y 12 euros para comprar algo a otro compañero. La gracia está en acertar con lo que se regala sin desvelar el origen. Se trata de ser un poco imaginativos y de buscar un detalle que le vaya a la persona a la que se lo regalas. No sé qué le parecerá a Manuela el pañuelo para el cuello. Lo va a abrir.
—No sabía lo que era. Como pesa tan poco… A ver, quién tiene cara de haber comprado un pañuelo de señora…
El principio es simpático: todos tenemos que hacer un regalo de ese precio aproximadamente y recibiremos también uno. Aparentemente a Manuela le ha gustado mi pañuelo y no sospecha de mí. Ahora es el turno de Sandra:
—No, no he sido yo, Manuela. Ah, Bella del Señor. Creo que está muy bien. Muchas gracias a quien me lo haya regalado. ¿Quién ha sido? Tengo un montón de libros que leer.
—Desde luego el título te va muy bien.
—Deja a la chica, Ángel, que tiene novio…
—Bueno, yo no soy celoso, ja, ja, ja.
Podía haber dicho directamente que ha sido él y dejarse de rodeos. Estoy seguro de que nunca lo ha leído y de que ya ha regalado ese libro a otra tía para ligar, como esta noche.
—¿De qué se trata? Desde luego no es un cordón de oro, que es lo que voy a pedir a los Reyes. Díselo a tu padre, Vanessa. A lo mejor es una reproducción facsímil de alguna página de un… No…, es un cheque Fnac de 12 euros. ¡Qué exactitud! Es un regalo a la carta. No tengo ni idea de lo que me compraré. Algún disco, seguramente. Muchas gracias, pero ya podía haber pensado el que sea un poquito más. Si yo me conformo con cualquier cosa…
Efectivamente, se trata de Julia. Estar a su lado (o al de Cati) es una provocación constante al homicidio. ¡Un cheque Fnac! Una cutrez parecida solo puede venir de José María. El año pasado le regaló una vinagrera horrible a Rosa.
—Esto suena y parece que huele bien. Es una colonia. Muchas gracias. No sé de quién será, pero seguro que no de David ni de Ángel.
—Desde luego: si yo compro un frasco de Christian Dior, no lo regalo: me lo quedo. Vamos a ver qué me a tocado a mí. Pesa poco. Parece un balón… Es un globo terráqueo. Qué bonito. Me encanta. Desde niño siempre me ha gustado buscar sitios en el mapa. Y tiene luz. ¡Qué chulo! Muchas gracias, de verdad, a quien me lo haya regalado.
Tiene que haber sido Merche porque es con quien mejor me llevo y siempre estoy dándole la lata, hablándole de Tombuctú, Pondichery, La Reunión y el Mar de los Sargazos, lugares que no sé localizar en el mapa. Y la colonia de José María, que por lo menos cuesta 30 euros, se la ha regalado Cati o Julia. ¡Qué impresentables! El de Vanessa es un paquete envuelto en papel negro.
—¿Qué es esto? Es una máquina, una taladradora casera de piercings. ¿De quién ha sido esta ocurrencia?
—En las tiendas no quiero piercings visibles, ¿eh? Lo advierto.
—Pero si a ti te gustan los piercings…
—Sí, mamá, pero no hacerme todos los días uno. Ya tengo siete.
—Pero es lo más higiénico, tu taladradora de uso personal. ¿Siete dices?
Está claro que este disparatado regalo solo podía proceder de Julia. La colonia entonces es de Cati. Estoy empezando a ponerme malo. Desde luego, desde aquí me voy a mi casa. Paso de gastarme un duro más con esta pandilla. Luego además vendrán los novios y maridos de algunas de ellas, y mi cuota de amabilidad ha sido rebasada con creces esta noche.
—Espero que esto no sea otro cheque de esos. ¿Qué es? ¡Un estudio de personalidad! Qué curioso: «Desmesurada ambición, falta de compañerismo en el trabajo, irascible…» ¿No hay nada bueno? Pero si yo soy supercompañera con todos y todas.
Es el regalo para Cati; se están poniendo las cartas sobre la mesa. Esto se parece cada vez más a un aquelarre goyesco. O acaba la cena o acabaremos tirándonos las copas a la cabeza. Arancha ha recibido velas perfumadas; Ángel, un portaincienso; y Soraya, un sujetador en cuyos tirantes se puede leer Me gusta que me quieran.
—Bueno, habrá que brindar antes de irse a mover un poco el esqueleto, ¿no? Que nos juntemos muchos años más, en cenas de Navidad o por el motivo que sea. Y por el Año Nuevo.
—Chin-chín.
—Salud.
—Por nosotros.
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