Avancé por el pasillo y ubiqué un asiento junto a la ventana, no es que el paisaje me pareciera interesante, pero tenía la inevitable costumbre de mirar las calles pasar una y otra vez sin verlas realmente. Instalada en el asiento encendí mi personal estéreo y puse el único casete de Radiohead que andaba trayendo en la mochila. Eso era agradable, como un premio por el maldito día que acababa de vivir, un recreo después de una asquerosa clase de química. Radiohead lo hacía todo más bonito, los árboles parecían sublimes esculturas en una calle atestada de basura y de perros sarnosos esparciendo desperdicios de pura hambre.
La micro aceleró por Santa Rosa y comenzó su frenética carrera adelantando a todo vehículo que entorpeciera su camino. Yo estaba como ausente, miraba los árboles, el cielo rosado del crepúsculo y refrescaba con ellos mi mente, convenciéndome que en una ciudad tan amarga aún quedaban detalles hermosos que nadie más que yo podía notar, mientras las melodías doloridas se perdían con la cordura que a esa hora luchaba por la supervivencia.
Luz roja, el chofer pareció no notarla y continuó entre los bocinazos de los otros autos. La escasa gente que iba en la micro se movía intranquila, se afirmaban en los fierros de los asientos como en una montaña rusa, y murmuraban cosas que yo no podía escuchar. Fue entonces cuando tuve la extraña sensación de un fin inesperado e irrevocablemente próximo. Recordé una de las miles de idioteces que dije a diario: “quiero morir escuchando Radiohead”, repentinamente me vi preparada para morir, creyendo que el conductor perdería en algún momento el control de la máquina y nos llevaría a la muerte por su maniática iniciativa. Clavé los ojos en el cielo, en las nubes rosadas que retenían el último rayo de la tarde y quise que esa fuera la última imagen que retuviera mi mente, pensando en las cosas que debí haber hecho, en la comida que no le di a mi gato, en el libro que nunca devolvería a la biblioteca, en las palabras que nunca le dije a Felipe.
Una bocina estridente que se acercaba, una frenada brusca del chofer, y los pensamientos se me detuvieron, la imagen de las nubes se impregno junto al ruido del choque, los chillidos de los pasajeros y la oscuridad que le siguió, mientras la voz de Tom Yorque continuaba deslizándose por mis oídos, mezclándose con la sangre, con el miedo, con la resignación...