Yo estoy muerto desde hace más de un siglo. No me pueden venir con historias, nadie me ha de repetir eso de que no se sabe lo que ocurre después de la muerte, porque yo muy bien lo sé. Otra cosa diferente es que no pueda revelar el misterio de lo que sucede, ni siquiera las anécdotas. Nosotros los muertos tenemos que quedarnos muy callados en este aspecto, y no por que estemos sujetos a una suerte de censura, sino por simple cuestión de responsabilidad : de saberlo, la vida para ustedes, los vivos,carecería entonces de todo sentido. Por eso no nos manifestamos de ninguna forma, ni tirando piedras en los cuartos, ni jugando con los interruptores de luz, y mucho menos cuando nos invocan en reuniones secretas, con mesas de tres patas, con velas estrafalarias, con copas boca abajo ni con personas que simulan entrar en un trance estremecedor bajo poderes sobrenaturales. Esas son distracciones de los vivos, por cierto muy ajenas a nuestro estado de reposo. ( Y yo, que estoy diciendo estas cosas es por el solo hecho que son para ti no más, para que estés tranquila, para que sientas mi amor ahí, siempre a tu lado, en una también mortal compañía).
A los muertos tambien nos gustan las canciones románticas, porque también tenemos nuestros recuerdos, aunque ellos ya no nos hagan sufrir. No sufrimos ni tampoco nos alegramos, pues por cierto no podemos ser muertos sujetos a sobresaltos y menos propensos a cargar con el peso de la incertidumbre. Nada de eso. También adoramos viajar, como quien dice, asomarnos al mundo de vez en cuando para saber qué andan haciendo por ahí.
Así que por que así no más le caemos al mapa a visitar, aquí por ejemplo, a esa que llaman la Isla de Pascua, en un país llamado Chile. Vengo para acá justamente porque se está muy lejos de todo y muy cerca de nada. Para acá suelo venir de noche, porque aquí de noche sólo hablan los borrrachos y los soñadores. Voy y vuelvo, estoy y no estoy a mi regalado gusto. Esas son cosas buenas. En otro ámbito de cosas, la facultad para leer los pensamientos, por acaso, ni yo ni nadie la ocupa, pues es obvio que de ocuparla uno moriría el doble menos a causa de la desilución, y estar menos muerto no es para nada recomendable. Hablando de borrachos, ahí va ese fulano que le dicen el Ruso, caminando de lado a lado por esa calle de tierra que va a terminar allá en los acantilados. Y va de traje y corbata, sólo para provocar a los oriundos de la isla, vociferando " y ustedes qué miran tanto, sarta de feos, que no sé qué tantro se creen si esos indios de piedra no los esculpieron ustedes, los moais los tallaron los marcianos, para que vayan sabiendo, y no lo digo yo, lo dicen los estudiosos". Y su discurso no termina porque no terminan sus resentimientos. Esas cosas recién se acabn cuando uno se muere. Y hablando de estudiosos, ahí estan esos dos que se llaman Pablo y Javier , un par de sujetos que creen saber todas las cosas de este mundo y del otro, ignorando a ese otro que dijo "sólo sé que nada sé ", y que en cualquier caso a estas horas ya no están de ilustrados sino que se las dan de soñadores mundanos, cuál de los dos más entusiasmado de soñar con que seducen a la Eloísa, a la que le dicen la Tahitiana a pesar que todos saben que es chilena, y es tan linda que de puro linda se volvió arrogante, reflexionan ellos, como si el haber vivido en Tahiti con un franchute la hubiera vuelto una soberana con amplios poderes, agregan, también con cierto resentimiento, y esto porque ella no les regala ni una sonrisa, una mirada, nada. Esta isla es la isla de los resentimientos, dijo Javier, que fue lo último que dijo, pues su amigo ya estaba dormido. Estas cosas sin importancia, para mi, como muerto, son muy entretenidas..
Sí, hace un siglo que yo me suicidé. Y digo un siglo por decir algo no más. Bien pudieran se dos, o apenas un puñado de anos., No faltaba más que los muertos, perpetuos que somos, estuviesemos preocupados del tiempo de las cosas Claro que no me arrepiento, pues ya estaba cansado de vivir. Lo venía pensando hace tiempo, sin desesperos ni dramas, solamente estaba agotado porque mi vida había durado una eternidad. Nunca comprendí a esas personas que sostenían que la vida se iba en un abrir y cerrar de ojos. Hasta me molestaba escuchar esa afirmación. " A ver si se te pasa rápido una semana entera con dolor de muelas", decía yo, también acaso resentido porque el otro era rutinario y por lo tanto metía la mano en los bolsillos e iba al dentista, o a comer lo que quisiese hasta hinchar la barriga.
Ahora duermo el sueño eterno y sobre mi no pesa ningún castigo, como algunos podrán pensar.
Nadie supo nunca que yo me suicidé. Simplemente llegó el día en que me hice de algún dinero y me fui de viaje al Brasil, con la escusa de que " por allá estaban nadando en diamantes y en esmeraldas", y que algún día volvería rebalsado de esas piedras para arreglar la situación de todos, incluso la mía. El hecho es que anduve por tantos lugares que ya ni siquiera los recuerdo, yendo de sur a norte por el litoral atlántico. Contradiciendo cualquier creencia y en contra de mis propios planes, nadie me buscó pleitos de ninguina clase, en ninguna parte. De tal suerte que terminé vendiendo diccionarios en el puerto de Recife, mientras tranquilamente esperaba el día de mi propio desenlace.Una tarde de un agosto muy caluroso se me presentó la oportunidad perfecta,
cuando entré a un bar desolado pero con música, donde me encontré a cuatro sujetos bebiendo en una mesa, y que se burlaban de otros dos a grito pelado que bebían en otra mesa.Esos dos apenas si podían beber metiendo la jeta entera dentro de la jarra de cerveza, debido a que ambos eran enfermos mentales, uno más grave que el otro. A esos dos yo los había visto y eran limosneros, claro. Bien, la limosna también alcanza para comprar cerveza. A los otros cuatro yo también los había visto. Eran bandidos de baja monta.Vivían cerca de donde yo vivía, y pasaban el día sentados en la calle, moviéndose nada más que para perseguir a la sombra. No les gustaba trabajar. Los había visto asaltar a una mujer de un marinero al que recién había despedido, mientras como podía se secaba las lágrimas. De todo eso se aprovecharon para robarle todo lo que la pobre mujer llevaba encima. Nadie pudo llegar a defenderlas pues se había metido a llorar a un callejón, y los que estábamos por ahí recién nos enteramos cuando ya los individuos habían escapado. Pero como ya dije yo ya los había visto antes y los conocía de lejitos, no más.Claro que yo tenía serias dudas de la valentía de ellos, pero eran cuatro. Me aseguré de no tener ningún documento de identidad conmigo para que jamás me encontraran, y ocupé otra mesa. Me apoyé firme contra el respaldar del asiento y ahí mismo les dije : " verguenza debiera darles de burlarse de ellos". Los sujetos no dijeron nada, únicamente dejaron de reirse de sus propios chistes y me clavaron la mirada. Después de algunos segundos decidí aumentar la presión : " ustedes no son menos idiotas que ellos", les dije. Los dos que metían la cara entera dentro de la jarra de cerveza nunca se percataron de nada. Ahí ya percibí que los cuatro ya habían mordido el anzuelo, porque se acomodaron las ropas y no estaban con ninguna intención de abandonar el local. Tal vez me vieron ya pasado a viejo y a todas luces cansado, pero algo los alertaba, tal vez mi determinación.El asunto es que nada más seguían mirándome. Yo estiré el anzuelo todavía más: " en cambio ustedes son una cosa más que ellos ", les dije mientras me ponía de pie, sudando, porque llegaba el momento de que mi vida llegaba a su fin, sin duda alguna. Fue entonces que rematé : " ustedes son más maricones ". Uno de ellos, al que le decían Carbón, se me vino encima. Modestia aparte, en muy pocos segundos lo dejé botado en el piso de cemento, aturdido, vomitando sangre de tan fuerte que le di. Eso fue lo último que vi, ya que no sé cómo el Carbón se las arregló, ( o tal vez me lo lanzaron de lejos), para dejar enterrado, ahí justo un poco más arriba de mi ombligo un cuchillo que por un instante me pareció muy plateado y pequeño, como recién comprado, esto, antes de ver como relámpagos de ira las hojas de acero oxidadas con que los otros tres me remataron, al fin y al cabo, según mi propia voluntad. |