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Reservados todos los Derechos de autor ante WIPO y CIPO.
Cuento presente en el libro “Compartiendo Alboradas” ISBN : 0-9683701-1-1-X
Y en el mercado en diferentes paíces de américa latina.

Lo que pasó en Tasajera

¡Aquí no venga ni a morirse, porque tampoco lo entierro!
Cuando escuchó esas palabras del ser que lo parió comprendió y aceptó que estaba solo en este mundo.
Con esas palabras su madre respondió cuando él suplicó que lo recibieran en la amplia casa.
Negándole ayuda la madre dio rienda suelta al egoísmo del hermano menor, quien se negaba rotundamente a que lo recibieran.
Súplica que les hizo el Cato después de haber perdido todas las cosas materiales que poseía, y a raíz de la recesión económica que llevó a miles de personas como él al fracaso monetario en diferentes países del mundo.
A su mente vinieron en esos segundos los recuerdos de la infancia cuando, en la finca familiar y en medio de bromas entre los mayores, su padre Alberto le habló con los perros sentados a la izquierda y mientras juntos observaban la fresca noche de brisa y palmeras:
-¡Mijo, la sangre sólo sirve para hacer rellena!
¡No crea ni confíe en nadie!
En los instantes que recordaba estas palabras su automóvil salía de la carretera y terminaba dando tres vueltas de campana estrellándose contra un pequeño arbusto de jojoba.
Al parar todo el movimiento, y sentirse con vida, se dijo:
-¡Vida hija de puta, me salvé!
Mirando borrosamente la hora del reloj de su viejo Mercedes, año 1955, buscó otra vez la botella de whisky y cogiéndola con alegría se tomó un trago doble por estar con vida.
Eran las 6 de la tarde de un 18 de diciembre en la decada de los 90 y se encontraba en ese momento sentado aún dentro del automóvil y diez metros abajo y a veinte de la carretera por donde iba en dirección a Santa Marta.
Cato reaccionaba de las contusiones y de la sorpresa de estar vivo.
Y despertándose del cansancio y el alcohol que lo hicieron quedar dormido cuando conducía el automóvil volvió a escuchar el eco de aquéllas palabras de su madre:
-¡Aquí no venga ni a morirse, porque tampoco lo entierro!
En ese preciso instante sintió agresivamente una mano invasora, peluda, sucia e inmensa, repugnante y sin rastros de trabajo en ellas que entraba como una garra por la ventanilla del auto para quitarle de un zarpazo algunos devaluados pesos, los papeles de identidad nacional y doscientos diez dólares que llevaba en el bolsillo de la camisa, en billetes de un dólar y de a cinco dólares.
Cato al mirar esa mano sucia, repugnante y sin callos, entrar por la ventanilla del automóvil trató de identificar la cara dueña de la mano que lo robaba y se encontró escapando la mezquindad de unos fríos ojos de colores grises y azulados en piel blanquecina.
¡Ojos de asesino!
En una cara con tipo eslava, labios deformes, con un único amarillento y podrido colmillo en sus deformes mandíbulas.
Reaccionando en ese preciso instante y aferrándose a esa mano invasora, igual que una hambrienta fiera, escuchó esta y otra vez, con emoción profunda, las palabras de su padre.
Sin embargo la mano invasora se le fue, se le fue, escapándosele de sus manos igual que el agua en los lejanos juegos de su feliz infancia.
Cato, sintiendo ira e intenso dolor por su situación de impotencia al ver que el sucio agresor con la mano mezquina y sin rastro de trabajo en ellas se le iba con los documentos nacionales, como pudo, semidormido y borracho, abrió la puerta de su viejo Mercedes Benz y decidió, en medio de la algarabía de la muchedumbre desesperada por coger los pocos dólares que en el aire y la brisa se perdían en el atardecer del mar Caribe, correr detrás del desdentado ladrón.
Corrió y corrió, ya lo alcanzaba, sí, sí, ya lo alcanzaba, pero el hijo de puta ese, corría más y más. Cato corría con máximo esfuerzo sintiendo los latidos del corazón listo a explotar cuando ya llegando a los doscientos metros de carrera y antes de entrar en los recovecos de esos palafitos y tugurios de Tasajera en el mar Caribe de Colombia, perdió totalmente de vista al ladrón.
No sé por cuál rincón, por dónde o por cuál lugar se desapareció. O en qué sitio se escondió el hijo de puta ese, con cara de asesino y gringo drogadicto.
Entonces, con el ladrón perdido de vista y, sin poder respirar por el cansancio de la carrera, recordé con pánico que el automóvil estaba solo, con mis pocas pertenencias y rodeado de gente desconocida.
-¡Vida malparida me robaron todo!
-Fue lo único que pensé.
La música clásica en unos 300 CD, algunos libros, un pequeño televisor comprado de segunda, una bicicleta desarmada que iba en la parte trasera del automóvil, el equipo de música y mi reloj que iba en la guantera del automóvil.
No supe qué hacer cuando me acerqué al automóvil y lo vi rodeado de esa gente. ¡Hijos de puta!, ¡ladrones de mierda!, les gritaba como un loco enfurecido cuando llegué junto a ellos.
Los hombres que encontré eran negros y prematuramente viejos.
Unos ancianos, y bien ancianos por la cantidad de arrugas en sus cuerpos, iguales a los acordeones tocados nostálgicamente en las noches por los jóvenes y niños cuando los padres salían a las faenas nocturnas de pesca.
Los encontré dentro del automóvil. Muy tranquilos, serenos y fumando gruesos tabacos y echando el humo como si fueran los antiguos trenes de la zona bananera.
Me llamaba la atención que todos eran mochos, que les faltaba la pierna izquierda o la derecha.
Sin pensar nada, lleno de ira y respirando con dificultad por el esfuerzo de la carrera, me dirigí frente al auto donde ya otros hombres habían abierto la tapa donde va el motor, y estaban listos para llevarse la batería.
Apartando la gente y gritándoles, -¡hijos de puta! ¡compañeros hijos de puta! ¿Por qué en medio de esta miseria y después de un accidente permiten que se me robe? … ¿Por qué? -preguntó Cato- Nadie contestó.
¿No saben ustedes que lo único que tengo es esta mierda de carro viejo, unos libros y poca música?
-¡Ayúdeme a coger a ese caregringo hijo de puta que me acaba de robar siete mil dólares!
-¿O es que no vieron el sobre lleno de dólares que se llevó ese boquinche y malparido ojizarco?
Cato no terminó de decir cuántos dólares se había llevado la porquería del caregringo ese y toda la gente alrededor salió corriendo desesperada detrás del ladrón.
Para recuperar los dólares, para pedir la participación en el robo, o el impuesto sobre él.
Después, quedándose solo, frente al Mercedes Benz y con los cinco hombres negros, tres dentro del auto y dos sentados sobre la tapa del motor del coche, se quedó atónito observando la nueva situación.
Estaba mirando y tratando de comprender todo lo sucedido anteriormente, cuando vi asombrado, cómo el más anciano de ellos y con sus huesudas manos que salían por la ventanilla del auto me entregaba el reloj con una sonrisa plena y mirada infantil diciéndome con sonora carcajada:
Tranquilo, ¡Ya pasó todo!
Poniéndome el reloj, y sin salir de la sorpresa por el detalle del hombre negro, escucho que me están llamando por mi nombre desde lo alto de la carretera.
Observo con desconfianza y eran los hombres de la grúa y una ambulancia.
Dándole las gracias al hombre negro me contestó diciéndome que no me preocupara, que ellos se encargarían de mi seguridad y de mis cosas.
Sonrío con incredulidad al escuchar sus palabras y recuerdo las palabras sabias de mi padre en las noches llenas de brisa y palmeras:
-¡Mijo, la sangre sólo sirve para hacer rellena!
¡No crea, ni confíe en nadie!
Mientras los hombres salían del automóvil me puse a conversar con la gente de la grúa, la ambulancia y otra gente que me rodeaba.
Sorprendidos estaban que estuviera con vida después de este grave accidente.
Trato de prender el Mercedes y lo logro hacer sin ningún esfuerzo, llevándolo hasta la carretera.
Allí, y sin creerlo, me doy cuenta finalmente que no tenía frenos. La tubería por donde se traslada el líquido se había roto.
Más calmado y observando incrédulo toda la distancia recorrida cuando me quedé dormido debido al cansancio y al licor vuelvo a escuchar ahora aquellas palabras de mi madre:
-¡Aquí no venga ni a morirse, porque tampoco lo entierro!
Acto seguido hablo con las personas de la grúa y decidimos trasladar el automóvil a un espacio frente al retén para dejarlo resguardado esa noche.
¡Qué susto tan hp! me repetía continuamente y en silencio, luego uno de los trabajadores del retén me insinuó que él se encargaría de arreglar el conducto por donde va el líquido de frenos.
Minutos más tarde, y después de estar en control de la situación, encuentro algunos devaluados pesos en uno de los bolsillos del pantalón.
Me despedí de la gente y caminé hasta el retén para montarme en un vehículo que me trasladara a Santa Marta. Al caminar iba charlando con el más anciano de los negros, aquel mismo que me entregó el reloj, y quien en esos momentos me repetía ¡Te salvaste de puro milagro! en cuanto a los dólares no se preocupe señor Cato que ya aparecerán por otro lado. ¡El Señor proveerá!, haciendo énfasis de manera religiosa con sus manos al decirme estas palabras.
El hombre mocho, y viejo prematuramente, se despidió amable y con incredulidad por lo vivido ese día y regresó al caserío de Tasajera, buscando algo para comer y esperar la noche rodeado de su familia.
Cato se quedó sentado en una banca esperando un camión o un medio de transporte que lo llevara a Santa Marta.
Al primero que pasó le puso la mano, lo recogieron, y saludando al conductor le contó detalladamente el accidente durante el trayecto del viaje a Santa Marta.
-¡El alcohol, mi querido amigo!, eso es todo, ¡es la peor droga que existe! Fue lo que respondió el hombre que conducía el camión.
Así Cato logró llegar con la noche cayendo a casa. Donde lo esperaban sus tres fieles perros: la Thora, el Félix y el Fito.
Al llegar, los abrazó y lloró largo rato y desconsolado como un niño en medio de lamentos caninos y de haberse sentido a un paso y bien corto de la llamada: ¡Muerte!
Se duchó y se fue directo a la cama. Los tres perros durmieron felices con él.
Al día siguiente, cuando desperté, sentía dolor insoportable en la cadera, la cabeza y un brazo.
Sin embargo, y sabiendo que tenía que ir por el coche, organicé la habitación, di alimento a los queridos canes y me fui a la estación donde abordaría un autobús con dirección a Tasajera, el lugar del accidente.
Ese día hacía un calor de infierno. Aunque las noches de diciembre eran un poco más frescas por la brisa que venía del norte, a pesar de todo no lograban apaciguar el calor del mediodía.
Al llegar al lugar donde estaba el automóvil me bajé dos cuadras antes para ir caminando por el borde de la carretera hasta un ranchotienda de artículos para carro y donde compraría el líquido para los frenos.
Caminaba muy tranquilo cuando, desde el otro lado de la carretera, unos niños con unos burros cargando sal me gritaron entusiasmados:
-¡Oye Cato, Cato, lo mataron, lo mataron!
Escuché sus palabras y pensé que habían matado al Presidente de la República.
Me dije: un buen muerto ese malparido, ¡en buen día su muerte!
Al fin y al cabo era o había sido el más corrupto de todos los presidentes que habíamos tenido. Una vergüenza nacional, por lo mismo, sonriendo me dije, mientras seguía caminando:
-¡que lo entierren bien abajo para que no se vaya a salir esa porquería!
Seguí por el borde de la carretera para comprar el líquido de frenos y entrando al rancho escuché de nuevo las palabras aquellas de mi padre:
-Mijo, la sangre sólo sirve para hacer morcilla!
Reía con nostalgia por aquellos días al recordar el tono de su voz, cuando lo decía cariñosamente y yo era un niño.
Al entrar en el rancho me gritan otra vez desde la carretera:
¡Lo mataron!, ¡lo mataron!, volví y me dije optimista -mataron ese hp corrupto.
-¡Que descanse en paz Colombia!
-¡Mil gracias Sagrado Corazón de Jesús!
Riéndome salgo feliz y tranquilo del ranchotienda con el líquido de frenos y, por lo escuchado desde el otro lado de la carretera, estoy convencido de que mataron al Presidente de la República, el más corrupto de todos, y en la distancia, a un lado de mi automóvil, alcancé ver a los hombres negros que les faltaba la pierna izquierda o la derecha.
Cosa rara pensé…
Y seguí caminando. A lo lejos a mano derecha observaba la incomparable belleza del mar Caribe con sus gigantescas olas, a la izquierda uno de los mayores desastres ecológicos de la tierra con la extinción total de los manglares, error de los llamados “Doctores e Ingenieros”, quienes al diseñar la carretera taponaron ilógicamente las entradas naturales del agua salada, alterando y finalmente destruyendo totalmente el ecosistema de la ciénaga y originando la muerte de millares de hectáreas con toda su fauna y flora.
Sin encontrarse hoy, muchos años después, un responsable por este crimen ecológico.
-¡Qué vergüenza de hombres!
Al llegar donde estaba estacionado el auto encuentro con alegría los cinco negros que en el día de ayer me salvaron lo poco que tengo, y me pregunto: ¿Sería posible que estos hombres, teniendo las dos piernas, hubieran hecho lo mismo que hicieron ayer?
Escucho de nuevo el grito contento de los niños con sus burros, ¡lo mataron!
¡Lo mataron!.
Doy gracias a un Dios.
Caminando solo y en silencio observo la mansedumbre de los burros con su corto caminar, miro los harapos como vestimentas de sus niños, siento que me abraza el sonido armonioso y continuo de las olas del mar que se escuchan en la cercanía, saludo con alegría los hombres negros.
Dicen que si dormí bien.
Respondí que sí y les pregunté a quién habían matado en el caserío.
Se quedaron en silencio, y el más anciano respondió:
-Al Nacho Gámez.
Sin saber de quien estaban hablando pregunto: ¿quién era Nacho? Y me dicen:
-Un asesino reincidente y condenado varias veces por violación de menores, ratero de turistas y científicas alemanas y presunto pintor de brocha gorda.
Hablando con cierto orgullo aclaran todos que este hombre no vivía en Tasajera.
Este hombre tenía su guarida a la entrada de El Rodadero, a la derecha.
El hombre negro, el más anciano, afirmaba sus palabras con alegría y mucha convicción, diciendo a todos los presentes:
-lo único que nos falta en esta mierda de caserío.
Quedándonos todos en silencio les pregunté:
-¿Cómo lo mataron?
No hubo palabras de respuesta.
Tampoco miradas entre ellos, el silencio era profundo, sólo se escuchaban los ya cansados pulmones y la simple habitación del rancho en que estábamos se llenaba rápido del humo de los tabacos fumados por estos hombres.
El calor me hacía sudar como no lo había hecho en años anteriores y lleno de curiosidad por saber más del muerto y cómo lo mataron, y no sin antes pensar en el dolor de la madre y del padre al saber la tragedia del hombre ya lejos de este mundo y recordando a mi madre con sus palabras, les pregunté: bueno, y ¿quién lo mató?
En medio del humo que seguía invadiendo la habitación el más anciano me contesta después de un largo silencio mirándose el mocho de la pierna; mueve los ojos en forma rápida a sus compañeros, para finalmente decirme en forma directa y sin titubeo alguno:
-Señor Cato:
No sabemos absolutamente nada del crimen.
Se especula en el caserío de dos versiones: una, que después de los dos disparos que se escucharon, y entre los muchos que suenan en las noches y como cosa ya normal en este lugar y siendo aproximadamente las veintitrés horas encontraron al caregringo, drogadicto y ladrón, con dos tiros en el cuerpo:
Uno en la nuca y el otro en la mano derecha.
Mano con la cual le robó sus documentos de identidad nacional, su dinero colombiano y los siete mil dólares, que usted denunció a todos los presentes.
Se escucha un rumor entre los habitantes y es que unos momentos después de haber sonado los tiros algunos vecinos vieron en medio de la oscuridad y en la escena del crimen a una anciana vestida de blanco que, con mucha calma, guardó el arma justiciera y asesina y caminando muy tranquila, sin pena alguna y dignamente se fue del lugar de los hechos sin afanes en medio de la oscuridad, para finalmente entrar en las aguas de la ciénaga y desaparecer en ellas con la brisa y perderse en las sombras de la noche.
Son un centenar de personas que afirman haber visto lo mismo.
La segunda versión del crimen es más extraña:
Que en venganza por la muerte de su padre y madre muchos años antes, cuando los asesinos entraron tumbando la puerta de una humilde vivienda y llegando donde la familia se encontraba reunida comiendo y delante de los tres infantes, hicieron acostar en el piso de la modesta vivienda al papá y la mamá.
No valieron los llantos infinitos de ella y el padre pidiendo clemencia por los hijos. Después de violar despiadadamente a la madre y su hermana menor descargaron sus malditos fusiles sobre los dos únicos maestros que tenía la escuela de Tasajera en aquel entonces.
Pero como cosas extrañas que tiene la vida, el niño mayor, aquel niño, nunca pudo olvidar los ojos grises azulados de uno de los asesinos. Y que en un momento de descuido de los hombres armados y, a pesar de que todos ellos iban cubiertos con pasamontañas de color negro, logró observar y guardar para siempre en su memoria como una marca de novillo bravo.
Ayer, se cree, ese niño de sólo once años esperó mucho tiempo en silencio para cometer el crimen del hombre que asesinó a sus padres.
Ese niño, pensamos todos, fue quien alegremente y sin compasión alguna le pegó los dos tiros al difunto y salió con risas y corriendo como un fantasma sin mirar atrás.
Cuentan quienes lo vieron correr entre risas que logró alcanzar una anciana vestida con túnica blanca y juntos cogidos de la mano y, como en un milagro, caminar sobre las aguas de la ciénaga hasta desaparecer bien adentro con la oscuridad de la noche para aparecer en la lejanía y a los pocos minutos, como una pequeña y brillante luz que sólo se extinguió al nacer del nuevo día.
Ya se escucha el rumor en Tasajera que en el futuro los dos juntos serán un lucero que iluminará la ciénaga en las pescas nocturnas.
-Es muy extraño -señor Cato- pero hoy la gente y los niños en el caserío están tranquilos y muy contentos, es como si la selección de fútbol hubiera ganado.
El hombre anciano prendiendo un grueso tabaco continuó hablando mientras todos alrededor escuchábamos atónitos, y llenos de sudor por el insoportable calor y bochorno de la habitación, las dos versiones del crimen. El anciano, aspirando con fuerza el tabaco dijo:
De las tales y famosas huellas dactilares de los muertos en este caso no existen en el arma que se encontró al lado del cadáver.
No hay huella alguna en el arma.
Porque en la corta distancia y en la oscuridad de la noche, dicen varios vecinos del lugar de los hechos, se vio al pequeño niño limpiar apresuradamente y con un trapito tricolor el arma del crimen. Y con toda su calma, y arrodillado como el día de su primera comunión ante el obispo, echarse la bendición dos veces, luego darle un beso al arma asesina y colocarla cuidadosamente en la mano derecha del ladrón, luego mirando al cielo y las estrellas se dio la bendición por última y tercera vez, y así arrancó a correr en pura hijueputa para perderse en la oscuridad de la noche.
Terminando el hombre negro su relato pone la bota de su único pie sobre el pucho del tabaco y con gestos de ironía, rabia y frustración en la expresión de su cara, y al tocarse de nuevo el mocho de su pierna izquierda con la mano derecha dijo a los muchos allí presentes:
-Es una lástima que nadie sabe dónde, dónde y... maldita sea, ese pillo, drogadicto y ladrón y ahora conocido como: Nacho Gámez, enterró los siete mil dólares.
Al escuchar esos dramáticos acontecimientos y de quién era el muerto el Cato se quedó estupefacto y sonrió en silencio.
El desdentado ojizarco aquel, y hoy cadáver, sólo le había robado 210 dólares, los siete mil dólares que Cato gritó en el momento del robo y que supuestamente se le había llevado el ladrón con madre extranjera fue sólo para alejar la muchedumbre que se quería apropiar de sus cosas en el momento del accidente.
El relato del hombre negro sobre la identidad del ojizarco llenó a Cato de curiosidad por saber ¿qué hacían estos hombres negros para sobrevivir en esa miseria de caserío?
Y ¿cómo era posible que todos hubieran perdido una de las piernas?
Recordó que los pescadores de esa zona pierden son las manos cuando hacen la peligrosa y prohibida pesca con dinamita, y no las piernas, como era el caso de ellos.
Sin pena, y después de meditar en silencio y analizando las versiones del crimen le preguntó al grupo de personas:
-Señores, perdonen la pregunta, y la curiosidad... pero, ¿qué hacen ustedes en este caserío, sin luz, acueducto, sin nada? Y ¡sin futuro!
Todos los hombres, al mismo tiempo, en silencio y con las miradas llenas de ironía, se quedaron mirándose enmudecidos.
Nos mirábamos los unos a los otros con desconfianza en ese instante, con odio. Como enemigos y quizás, seguro también con la terrible soledad que siente el hombre íntegro ante las instituciones hoy en día en toda Colombia y muchos otros y en casi todos los países del mundo manejadas por hombres corruptos.
El más anciano, aquel que nos había contado las versiones del crimen, pausadamente y después de unos segundos me contestó:
-Señor Cato, ¿sabe qué estamos haciendo en este lugar?
Con un largo silencio y terminando una mirada inquisidora, la cual me hizo sentir mal, me habló, -Señor Cato- le vamos a contar:
-Estamos hace cuatro años aquí en Tasajera esperando unas benditas prótesis de madera para nuestras piernas. ¡Con la ilusión de que algún día llegarán!
Aunque le podemos asegurar y apostar lo que quiera y, a quien quiera también, que seguro llegarán bien comidas por el comején.
Nosotros somos ex agentes de la Policía Nacional de Colombia.
Perdimos nuestras piernas, igual que los miles y miles de niños campesinos y los indefensos civiles, con las minas quiebrapatas que venden los gringos sin escrúpulo alguno a todos los países del mundo y que entierran despiadadamente los Paramilitares, el Ejercito y la Guerrilla
-Usted, Señor Cato:
¡No nos debe nada!
Pero... escriba, ¡por favor, escriba algún día!
Que aquí estaremos esperándolo hasta ese entonces, igual que a las inservibles prótesis de madera para nuestras desaparecidas piernas.
Y todos ellos al mismo tiempo, haciendo felices en ese instante su saludo de ex oficiales y ex agentes de la Policía se alejaron en silencio, sin decir una palabra más.
Cato se iba tranquilo, y ellos regresaban con dirección a ese caserío pobre, con la miseria maquillada de colores y rodeada de las espontáneas risas en los juegos de sus niños.
Allá perdida en la total ignominia del Estado, en el Caribe de Colombia quedó: Tasajera.
Prendí el viejo automóvil Mercedes Benz sintiendo odio con el mundo, con el hombre, con sus sistemas, odiando la impotencia que siente el hombre común ante circunstancias en las cuales ¡No somos nada! Nada, ante las instituciones de incontables países en el mundo, llenas hoy en día de hombres corruptos y ladrones.
Sintiendo verdadero odio arranqué sin ser capaz de mirar atrás, de poder mirar y aceptar el abandono y la total miseria por parte del Estado, y también, el sobrehumano esfuerzo que estos hombres hacían para ¡caminar!
Llorando de impotencia en el automóvil Cato observó en la lejanía, al mirar por última vez este caserío, extasiado y sin poder creerlo, que hacía los ancianos hombres mochos y negros venían una cantidad de niños huérfanos, mujeres viudas, y otras abandonadas, que con sus mansos burros, gallinas hambrientas, marranos flacos, enlodados y sus escuálidos y moribundos perros, corrían felices al encuentro de ellos.
Con lágrimas en los ojos sin poder evitarlo, e igual que algunos turistas de los otros lujosos automóviles que observábamos en la distancia, vimos sin poder creer, para el resto de los otros ausentes de este mundo, cómo los niños y las mujeres corrían y corrían y corrían hacia ellos, sí, sí, sí abrazándolos, en plena alegría.
¡Sí, ¡sí! los abrazaban, a estos mochos negros, como si ellos fueran en esos momentos y en este instante y precisos segundos, sus asesinados e injustamente desaparecidos sin rastro alguno o enterrados hijos, sobrinos, padres o esposos, todos ellos víctimas de la maldita violencia que llena de miles y miles de cruces y tumbas lejanas y pérdidas en las diferentes veredas y pueblos de toda Colombia y Latinoamérica y muchas otras regiones del mundo.
La humilde gente de Tasajera lo estaban llenando de alegría y de vida.
Ese día, y por fin..., en el Caribe de Colombia, para esos seres infantiles y para las mujeres viudas, víctimas de la horrorosa e imparable violencia en Colombia y el mundo, había unos líderes en la comunidad y unos hombres íntegros que servirán de ejemplo para las futuras generaciones en toda Latinoamérica.
En un país donde todo el mundo le falló a todo el mundo y en El País del Sagrado Corazón de Jesús.
Allá en la distancia quedó Tasajera; con sus tristes gentes y unos grandes hombres que a pesar de sus mutilaciones, sin prótesis, sin pensiones y soportando el abandono y la ignominia de las instituciones del Estado, con máxima alegría y orgullo aún dicen que pertenecen a:
La Policía Nacional de Colombia.
Para todos ellos, sus familiares y toda la gente de Palmira y Tasajera que me ayudaron sin límite e incondicionalmente.
*******
Carlos Echeverry Ramírez
Colombia
Barcelona, octubre 9 de 1998
Para mi hijo CAE.
1998-2004CAERÓ
Rerevados todos los derechos de autor.

Texto agregado el 10-10-2005, y leído por 241 visitantes. (0 votos)


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