LA MANSIÓN DE MUÑECAS
Si pudiera sembrar los campos que arrasé,
si pudiera devolver la paz que quité,
NO DUDARÍA en volver a reír.
(Antonio Flores)
Yo sólo quería que mis niñas fueran felices, pero no cabe duda, en vista de los resultados, de que no lo he conseguido. Es más: estoy a años luz de algo que pueda asemejarse siquiera remotamente a conceptos como éxito, entendimiento o complicidad entre mis hijas —bueno, ahora tendría que decir mi hija— y yo. Todo mi mayor empeño siempre fue ser una buena madre. Renuncié gustosa a mis propias inquietudes artísticas, a mis deseos de conocer el mundo, de viajar con una mochila al hombro si era preciso, de estar a la moda, de llevar trapitos —tenía un tipo que cortaba la respiración—; en fin, renuncié a mi vida por mis hijas, y ahora estoy en la cárcel, acusada de tentativa de homicidio. Y lo peor es que a estas alturas de mi vida, casi me da igual: el fracaso ha sido siempre mi bandera, aunque yo nunca haya querido entenderlo así. Yo creía que el amor lo curaba todo, pero estaba muy equivocada: el amor es un veneno y, como tal, sólo resulta terapéutico en la dosis exacta. Si te pasas, mata; si no llegas, se muere. El misterio (y el drama) es encontrar la medida exacta, pero es más bonito (y más kamikaze) creer a San Agustín y llevar hasta las últimas consecuencias eso de que la medida del amor es amar sin medida. Yo he hecho por mis hijas lo que muchos padres no harán nunca, lo que mis padres, sin ir más lejos, nunca hicieron por mi hermana ni por mí. Y ahora estoy en la cárcel, con una hija que me odia y otra que ni siquiera llega a sentir odio por su madre; los psicólogos han raído sus entrañas, arrancándole de paso sentimientos que pueden tener mala prensa —léase odio, egoísmo, encono o venganza—, pero que sin duda manifiestan la vida. Viendo ahora a mi hija tan adocenada, yo tengo mis serias dudas sobre si, aunque no está muerta, realmente está viva. Por supuesto, no ha venido a verme después de salir del hospital, pero lo que más me duele es que ni siquiera soy para ella una obsesión, alguien a quien no quiere ver, pero que tampoco se puede sacar de la cabeza definitivamente —le guste o no, soy su madre y las leyes biológicas no me las he inventado yo—. Ella sí ha logrado sacarme de la cabeza definitivamente y dormir tan pancha. Los psicólogos son más limpios que nadie y, si tienen que echar una botella de salfumán en tu alma, la echan sin que les tiemble el pulso.
Me he convertido en un monstruo por querer lo mejor para mis hijas, y en el pecado llevo la penitencia. Ahora estoy sola y en la cárcel. De pronto me volví invisible para la gente que conocía. Nadie, ni uno solo de mis parientes y conocidos, quiso oír mi versión de los hechos. Todos quedaron conformes con el veredicto de tentativa de homicidio. Ni uno de ellos tan solo se planteó en ningún momento otro modo en que hubieran podido acontecer los desgraciados hechos. Porque yo no quise matar a mi hija mayor. Estoy segurísima. ¿Qué madre puede desear algo así? Mis hijas han sido y serán siempre los faros de mi vida, aunque una de ellas me odie y para la otra sea una especie de presencia animada, pero sin alma, como lo son las moscas, que si no están en tu mismo espacio te resultan indiferentes. Bueno, es otra de las múltiples caras de ese poliedro de fracaso que me ha acompañado desde que tengo eso que suelen llamar uso de razón. Y yo me pregunto: ¿realmente lo he tenido alguna vez? Sólo si naciera un nuevo Euclides y me lo demostrara matemáticamente me lo creería.
Sí, porque todas las decisiones importantes que he tomado en mi vida han resultado equivocadas. Todas, desde la primera a la última. Son esas decisiones que sólo cobran la importancia real que tienen cuando ya resultan irrevocables. Casarme tan joven fue un error; hacerlo con Tomás, otro; y abandonar mis estudios, el tercero; y todos ellos englobados en una sola decisión absurda que, aunque meditada, en realidad fue el resultado de una temporada de embotamiento e inmadurez. Bueno, la inmadurez creo que me sigue a todas partes como tampoco me abandona mi sombra. De otro modo no se explica que yo esté ahora escribiendo esto, la historia de mi vida podría decirse si mi vida mereciera la pena que se contara. En esa época decidí casarme con Tomás y abandonar Magisterio como podría haberme hecho misionera para Zaire aprovechando una cuestación del Domund o aceptar un trabajo en un cabaret si me lo llegan a ofrecer en alguna de las fiestas de la Universidad. En este caso, a lo mejor ahora estaría muerta, secuestrada o seducida y abandonada por algún grupo guerrillero nativo, o lo mismo tenía un local bonito al que la gente viniera a tomar una copa, ver algún espectáculo y bailar. Nunca lo sabré y además ya no tiene importancia. Lo único que me importa es que estoy en la cárcel y que he perdido la custodia y, sobre todo, el cariño de mis hijas. No quiero hablar de la cruel ironía que supone tener que creer que esto es lo mejor que me podría ocurrir y que cuando salga de la cárcel estaré preparada para reinsertarme en la sociedad. Soltaría una carcajada si no sonara demasiado falsa.
A los hijos hay que quererlos, por supuesto, pero no demasiado. ¡Cuánta razón tenía mi madre! Pero claro, cuando oyes estas frases fuera de contexto no comprendes su alcance. Ahora la firmaría con mi propia sangre y, desde luego, me parece digna de ese libro de instrucciones que sistemáticamente nos escatiman o, por lo menos, de un diccionario de citas: Makantasis, Emma: “A los hijos hay que quererlos, incluso entregar la vida por ellos, pero no hay que demostrárselo mucho”. Fin de la cita. Algo así habría escrito mi madre, inserta entre Joseph de Maistre y Nicolas de Malebranche. He aquí mi gran error: querer a mis hijas hasta el delirio, malcriarlas, consentirles todos los caprichos, sobre todo a Amparo, la que ahora no siente por mí ni siquiera odio; maleducarlas y entrar en guerra con Tomás, y todo para ganarme su cariño. Me jugué el todo o nada, y perdí. De todo esto me doy cuenta ahora en la cárcel, cuando por primera vez en mi vida analizo todo lo que está dentro de mí. Llego a conclusiones y se me ocurren 1500 vidas posibles que podía haber elegido, pero que entonces ni imaginé, y sería injusta si le echara toda la culpa a Tomás o a Amparo. La culpa la tuve yo. Como siempre.
La verdad es que la cárcel no tendrá nada positivo, pero para mí está resultando como una balsa de aceite que me permite reflexionar, algo que no había hecho en todos los días de mi vida. No quiero decir que haya que ser presidiario una temporada para poner un poco de orden en tus ideas. Ahí están los filósofos, desde Heráclito a Trías, que lo han conseguido sin pisar la cárcel, que se sepa, pero la inmensa mayoría de esos animales que piensan ya tienen bastante con llegar a fin de mes como para que además tengan que llegar a conclusiones profundas cada día antes de acostarse. Simplemente es demasiado. En la cárcel es otra cosa. La verdad es que no sé todavía qué voy a hacer cuando salga de aquí —siempre trato de evitar la jerga como forma de rebelión contra el entorno, aunque eso me haga impopular entre mis compañeras e, incluso entre las funcionarias, que critican mi actitud y me acusan de darme ínfulas de grandeza, cuando sólo soy una taleguera más, como dicen ellas—, pero todavía es un poco prematuro para hacer planes porque falta mucho tiempo. Como no me queda más remedio que estar aquí, mientras tanto intento acercarme a las compañeras que creo que tienen algo bueno dentro de ellas, la mayoría por otro lado. Eso sí que son vidas apasionantes e intensas —casi tanto como la de Marita Lorenz, aquella intrépida alemana amante de Castro, que también tuvo sus coqueteos con el FBI y la Mafia: me lo contó la jefa de talleres—, y no la de una gris ama de casa como yo, celosa del cariño que mis hijas sentían por su padre y que un día perdió la cabeza y casi le cuesta la vida a una de ellas.
Echando la vista atrás, tengo que reconocer que yo soy responsable de todo este culebrón. Sí, porque, a nuestro estilo, tiene todos sus elementos: chantajes, intrigas, mentiras. Todos menos uno: no puede acabar bien.
¿Qué fue lo que vi en Tomás y que luego desapareció? Creo que no está ni bien planteada la pregunta, y formular correctamente un problema te da al menos la mitad de la solución. Creo que es inútil hacerse ahora este tipo de preguntas porque las respuestas no tienen poder retroactivo. Yo ya no voy a cambiar el pasado. Además, cada vez estoy más convencida de que nadie cambia, nadie empeora y, mucho menos, nadie mejora. Todos somos de una manera, y así permanecemos en esencia el resto de nuestra vida. Lo que sí cambia es el modo en que nos ven los demás. Al principio colgamos a los demás etiquetas con cualidades que deseamos que tengan y nos quedamos esperando que les florezcan. Pero la primavera no llega a todas las naturalezas, y así descubrimos que el objeto de deseo que hemos inventado casi nunca coincide con la verdadera personalidad de nuestro invento. Eso, ni más ni menos, es lo que me pasó con Tomás.
Yo lo veía ocurrente y rebelde, pero simplemente era infantil. Me gustaba ese ligero tono tartamudeante, que le daba un aire de timidez y que a mí me inspiraba ternura. Los primeros años de casados resultaron preciosos. Disfrutábamos mucho de Amparo y de estar los tres en casa, que a nosotros nos parecía un palacio, a pesar de que los 40 metros cuadrados en que vivíamos no dan ni para un cuarto de baño de servicio en un palacio. Pero para nosotros lo era porque no necesitábamos nada más y porque siempre hemos sido de la doctrina de ser es más importante que tener. Así que lo importante para nosotros estribaba en que éramos una familia que se quería. Luego cuando nació Martina empezamos a comprobar que algo se había torcido y que no íbamos a multiplicar por dos nuestro bienestar. Todavía no sé dónde estuvo el error ni de quién fue. Lo único que sé es que Amparo, con seis años, empezó a mostrar unos celos irritantes. Al principio no le di importancia y trataba de compensarle el cariño que ella debía de pensar que había perdido en favor de su hermana. Yo entendía que su actitud se debía a que sufría porque había dejado de ser la reina de la casa, pero estaba muy equivocada: precisamente fue entonces cuando se convirtió en la verdadera reina de la casa, hasta que estallé cuando de reina pasó a tirana. Amparo es una niña muy inteligente o demasiado lista, que no sé si es lo mismo. Lo que sí he podido comprobar es que este tipo de caracteres va acompañado de una variable dosis de crueldad, y en Amparo alcanzó más de lo que puede soportar una personalidad como la mía, de equilibrio precario. A mí me gustaría que alguien me explicara cuál es la responsabilidad de los padres como educadores para que un niño te salga así, como Amparo. ¿Qué hicimos mal? ¿Tratar a Martina exactamente igual que habíamos tratado a Amparo cuando nació? No consigo aclararme, ni siquiera en la cárcel, que tan bien me está viniendo para esclarecer tantas cosas.
Todo esto se agravó o se avivó cuando cerraron Pikolín y Tomás se quedó en paro. Pasamos unos meses siniestros hasta que a mí me llamaron del ministerio para trabajar en el museo y tuve que decir que sí: éramos cuatro bocas que alimentar. Desde el primer momento mis padres, que ya se habían separado, nos prestaron ayuda. De otro modo habría sido imposible salir adelante. Ser vigilante de museo está bien si el sueldo lo quieres, como tantas de mis compañeras, para caprichos, para bisutería, para una vitrocerámica nueva, para mandar a los niños al extranjero en verano, para asociarte al Club de Campo o para alquilarte tú sola el apartamento de Benidorm en lugar de meterte con tus cuñados; pero 612 euros solos no dan para que viva una familia y, mucho menos, para salir de los 40 m. Desde que Tomás se quedó en el paro, empezó a ocuparse de todo lo concerniente a las niñas y a la casa. Se invirtieron los papeles y a partir de aquel momento fui yo la que llevó el dinero a casa. El no poder darte jamás un capricho, el tener que aprovechar el ropero social para aliviar algo la carga que supone el imparable crecimiento de las niñas a la hora de vestirlas, el concentrarte en tu familia y en tu casa, no por envidiable entendimiento recíproco, sino porque para poder alternar con la gente necesitas di-ne-ro,... todo eso hizo que me fuera volviendo arisca, irascible, desagradable incluso, y que las niñas prefirieran la compañía de su padre, que era quien se ocupaba de ellas, quien las llevaba al parque para que se relacionaran con otros niños y para que les diera el aire y no se asfixiaran en un ambiente claustrofóbico como un segundo interior de 40 metros con una madre histérica que a la primera de cambio estaba llamando inútil a su marido o echando en cara que nadie apreciara su esfuerzo. Yo notaba que las perdía, que se iban alejando, que con su padre compartían unas risas y una complicidad que a mí me negaban, y fui convirtiendo a Tomás en el responsable de nuestros males, de las estrecheces, de que yo tuviera que ir a fregar un bar todos los días a las ocho de la mañana antes de irme al museo, de que ya no funcionáramos como pareja y, sobre todo, de que mis hijas estuvieran perdiendo el cariño por su madre. De hecho ya no sentían nada por mí; y sí, el culpable era él, que además no hacía nada por enmendar la situación, por encontrar un trabajo que nos permitiera simplemente respirar, porque decía que él lo único que sabía hacer era vender colchones. ¡Todo el día con aquellas barbas, que parecía un Montecristo! Yo tampoco habría contratado a nadie con ese aspecto. De hecho dormía con él sólo porque, por una cuestión de (falta de) espacio, no me quedaba más remedio. ¡El tío perro! La verdad es que yo tenía un aspecto también de lo más desaliñado, con un pelo ratonil espantoso. Si yo no sé el tiempo que hace que no piso una peluquería. Ha sido aquí, en la cárcel, donde he vuelto a arreglarme el pelo, que en el fondo no es tan difícil de cuidar ni tan caro. A mí me lo arregla Manoli cada tres o cuatro días, y yo se lo arreglo a ella. Lo único que siempre he tenido bonito, y aún conservo, ha sido el cutis, como de porcelana, pero los de PONS no se enteraron, coño. Y ni siquiera las noches de insomnio y de llanto han conseguido ajarlo.
Y no era tan fácil separarse de Tomás. Sentía una obligación hacia él, que estaba en el paro. Y además las niñas lo adoraban. Si nos separábamos no tendría a dónde ir, y nuestras hijas se llevarían un disgusto tremendo y me rechazarían aún más. No me quedaba más remedio que seguir trabajando para que subsistieran cuatro personas, y mientras tanto me rompía la cabeza para comprender dónde me había equivocado en la relación con mis hijas, que son lo que yo más quiero, y qué podía hacer para tratar de reconquistarlas. Reconquistar a Tomás, darnos nuevamente una oportunidad como pareja, eso ya me daba más pereza. El tiempo de la reconciliación ya había pasado. Ahora vivíamos el tiempo de la conmiseración. Y esta agonía conyugal resultó fatal para las niñas, pero no porque las traumatizara aún más de lo que debían estarlo con unos padres como nosotros, sino porque las confirmó como dos expertas princesas de Maquiavelo: se dieron cuenta de que el enfrentamiento entre su padre y yo era muy rentable. Conseguían todo lo que querían porque obtener su cariño se había convertido en una fiera competición entre su padre y yo. Sin poder costearlos, les dimos todos los caprichos imaginables. Hasta que empezó el asunto de la casa de muñecas, el juguete que más ilusión me había hecho a mí de pequeña.
Amparo pidió una por Reyes y convenció a Martina de que sería para las dos. Fue imposible hacerles cambiar de opinión. A cada objeción de Tomás o mía respecto al precio, tamaño y falta de espacio, Amparo, como siempre, oponía un razonamiento. Hasta que Tomás se hartó y se fue a dar una vuelta. Era la primera vez en mucho tiempo que me quedaba a solas con las niñas. Tras el portazo de Tomás, lo que recuerdo es una breve sensación de ralentí, como de movimientos a cámara lenta en el cine. Era mi oportunidad de ganarle a Tomás. Amparo dio un paso hacia mí y del ralentí pasamos a la aceleración. Me dio un abrazo y muchos besos. Yo acerqué a Martina y estuvimos un rato las tres abrazadas, instante que Amparo aprovechó para decir:
—Mamá, tú tuviste de pequeña una casa de muñecas, ¿verdad?
—Sí, vida.
Aunque Amparo sólo usó 10 palabras, en realidad estaba diciendo mucho más con la mirada. En esa mirada leí la suficiencia impasible de quienes saben que manejan al otro, y Amparo nos estaba manejando a su padre y a mí, pero no comprendí el verdadero alcance. Lo he comprendido ahora, cuando ya no hay remedio. Estaba obsesionada por ganar a Tomás y sentir por primera vez en tanto tiempo que Amparo y Martina me preferían a mí. En la desesperación, uno se resarce con los triunfos más insólitos, y poco importa que sean reales o aparentes. Por eso aproveché:
—Será una mansión de muñecas para mis hijas.
—Pero papá se va a enfadar, dijo Martina.
—¿Y dónde la vamos a poner?
—No os preocupéis ni por vuestro padre ni por el sitio. Yo lo arreglaré.
Al día siguiente volví más tarde del trabajo y no había nadie en la casa. Las niñas habían comido en casa de mi madre y todavía no habían vuelto. Yo metí la inmensa caja debajo de la litera de Martina y comí unos macarrones con atún que había del día anterior. Soy una maniática de no tirar la comida y siempre aprovecho los restos que quedan. Me recosté en el sillón del salón y me quedé traspuesta hasta que escuché los gritos y los ruidos de las niñas en el pasillo. Pensé que vendrían con Tomás, que nunca les dice cómo se tienen que comportar, pero llamaron a la puerta y venían solas.
—¿Dónde está vuestro padre?
— Se ha ido con el tío Raúl.
—¿Y no puede avisarme?
—Nos ha dicho que te dijéramos que no tardaría mucho.
—Por mí como si tarda toda la vida. ¿Para qué lo quiero aquí encerrado todo el día? ¿Qué has hecho en el colegio hoy, vida mía? ¡Amparo! ¡Amparo! ¿Qué haces?
Amparo había pasado directamente al dormitorio y se estaba quitando los zapatos. Martina y yo nos fuimos también allí, aunque apenas podíamos rebullirnos dentro. Yo me quedé en la puerta.
—Mirad debajo de la cama.
—¿Qué es, mami?
—¿Qué es, qué es?
Las caras de ambas podrían haber ilustrado el concepto de beatitud en el antiguo catecismo, pero alguien con más objetividad que yo también podría haber dicho que Amparo apartó de un manotazo a su hermana e impidió que participara en el descubrimiento de la casa de muñecas que finalmente resultó una bomba atómica familiar. Cuando el juguete estuvo fuera de su caja, las tres nos pusimos a armarla sobre la cama de abajo, la de Martina. Creo que esa fue una de las tardes más felices que he pasado en mucho tiempo. Mis dos hijas y yo montando un comedorcito con aparador, vitrina, seis sillas, mesa ovalada, dos butacas, mesa baja, carrito para las bebidas, chimenea, lámparas y araña de cristal, un comedor que en nada se parecía al nuestro, compuesto por un sofá-cama, cuatro sillas de tijera y una mesa también ovalada, pero plegable, que nos había dado mi hermana, y que carecía de la chimenea y todo lo demás. Yo creo incluso que el sistema de alumbrado de la casa de juguete era proporcionalmente más potente que el de nuestro propio piso, casi también de juguete. Luego organizamos el dormitorio de una muñeca que no venía en la caja. Martina metió una de las suyas, pero resultaba kingkonesca. En el recuerdo todo me viene ahora en ralentí. Debe de ser porque procuré registrarlo al detalle y porque esa tarde supuso una vuelta a mi infancia y un remanso de paz desconocido para mí. Cuando acabamos de montar el resto de habitaciones, tiradas por el suelo, escuchamos la voz de Tomás, al que no habíamos oído llegar:
—¿Y eso?
—Es una sorpresa de mamá. ¿Te gusta, papi?
—Sí, cielo. Pero ¿tú te crees que estamos para comprar una casa de muñecas, que cuesta un dineral? ¿Es que te has vuelto loca?
—Te recuerdo que el dinero es cosa mía en esta casa desde hace ya algún tiempo. Si las niñas dependieran de un ... en fin, me callo. No quiero zapatiesta hoy. Les he comprado la casa de muñecas porque la querían y para que de mayores tengan algún buen recuerdo de esta infancia que les estamos dando. Así que haz el favor de ocuparte de otra cosa y déjanos en paz. ¿Has pensado qué vamos a cenar esta noche?
—Ahora no estamos hablando de la cena. Eso vale un dineral y no nos lo podemos permitir. Yo no estoy en el paro por gusto, ¿lo sabes? Además, eso ocupa muchísimo espacio. ¿Dónde lo piensas poner?
—Pues donde está.
—¿Y yo dónde duermo?
Martina, sin proponérselo, siempre es la mejor aliada inconsciente de su hermana, que sabe esperar el momento oportuno y decir con tono inocente lo que no tiene nada de inocencia.
—Sí, Martina, nosotras podemos dormir en el cuarto de papá y mamá. Así la casa de muñecas se puede poner en nuestro dormitorio y hacerlo cuarto de juegos como tienen las demás niñas. Y vosotros podéis dormir en el sofá-cama del comedor, que tú siempre dices que es tan cómodo.
—¿Tú también te has vuelto loca, Amparo? Lo del cuarto de juegos lo tendrán tus amigas, pero nosotros no nos lo podemos permitir, así que olvídate de cuarto de juegos y de casa de muñecas, que mañana tu madre la va a devolver.
Yo me quedé sin palabras ante la elaborada maquinación de Amparo, una niña de 12 años. ¡Ya lo tenía todo pensado! Mientras montábamos el juguete había estado preparando las réplicas. Yo me daba cuenta de que aquello no podía ser, de que en 40 metros cuadrados no cabían cuatro personas y un cuarto de juegos. Mal que me pesara, no podíamos consentirlo: Tomás tenía razón. Pero yo decidí otra vez no dársela:
—A mí me parece bien. Las niñas disfrutarán mucho más que nosotros nuestro dormitorio. Aquí nunca pueden venir sus amiguitas a jugar. No quiero que mis hijas sean menos que las demás. Lo votaremos democráticamente.
Lógicamente, el resultado de esa peculiar votación dejó a Tomás en minoría, y nosotros pasamos a dormir al sofá-cama. Después de un mes de sofá-cama —quien inventara semejante potro de tortura merece la cárcel al menos tanto como yo—, Tomás no se quejaba, pero yo tenía un dolor de espalda y de riñones insoportable que quise atribuir al esfuerzo físico de limpiar el bar y la casa, y a los años. A las niñas se las veía contentas, y me pareció que me tenían más en cuenta que antes, que me hablaban más. Amparo me contó que le gustaba un chico de la clase y me preguntó qué tenía que hacer para gustarle a él. La medida que ella había adoptado por su cuenta de subirse la minifalda no había dado resultado. Con Tomás todo iba como antes o peor, y ahora se mostraba arisco con las niñas. Pareció darse cuenta de que como no trabajara, pintaba bien poco en la casa, y lo veía responder a anuncios de trabajo, la mayoría de camarero. Pero no salía nada. Los cálculos que tuve que hacer para equilibrar el precario presupuesto familiar después de comprar la casa de muñecas, sólo los sé yo. Pero estaba convencida de que había merecido la pena. O eso quería creer, aunque por dentro me estuviera consumiendo. Me notaba al límite de mis fuerzas desde hacía tiempo y no quería reconocer que todo lo que había de espartano en mi naturaleza estaba ya agotado. Y estallé. Tuve que estallar el día en que Amparo me dijo que no podía invitar a Gonzalo porque tenía unos padres impresentables y le daba vergüenza enseñarle a nadie la casa. El cielo sabe que no pude contenerme, que perdí el control, que llevaba mucho tiempo acumulando dentro de mí humores y gases dañinos y que todo eso salió a presión cuando empecé a resquebrajarme, cuando la primera grieta cedió y me derrumbé. Ahí acabó todo. Yo no sé lo que pasó. Por eso ni siquiera me puedo defender. La niña dice que intenté matarla. Puede que sea verdad, pero yo creo que fue un accidente. El cuarto estaba en llamas cuando desperté y sólo oía golpes en la puerta y los gritos de Amparo, que estaba aterrorizada en el comedor envuelta en una cortina. ¿Por qué ella no abrió la puerta y salió a pedir ayuda?
Martina y su padre seguían en el parque. Amparo había subido antes porque quería arreglarse para salir un rato con sus amigos. Gracias al accidente ha superado su manía de llevar minifaldas. Como si no hubiera otras prendas. Serían las cinco de la tarde o así. Yo estaba traspuesta en el sofá (cama) y me desperté cuando entró. Se vistió y pasó al cuarto de juegos a buscar un colgante. Siempre que entraba allí encendía la casa de muñecas y luego tenía que ir yo a apagarla para ahorrar. Le pregunté que a dónde iba y con quién, esas cosas que preguntan las madres. Me contestó cortante.
—A los recreativos. Tú no los conoces.
—¿Y Gonzalo? Dile que venga un día para conocerlo. Cada día te pones las faldas más cortas. Te lo van a ver todo.
—¡Déjame en paz! Me pongo las faldas como quiero, que para eso es mi cuerpo. ¿Y quieres saber por qué le digo a Gonzalo que no venga? Por que sois unos impresentables y esta casa parece una cueva. Ya lo sabes. Y quítate de la puerta, que pueda pasar.
¡Qué odio había en sus palabras! ¿Cómo nace y de qué se alimenta? Está claro que cuanto más quieres a alguien, más fácil es que termine odiándote. Es otro de los grandes misterios de la civilización, plagada de paradojas. ¡Maldito amor!
Me imagino que la empujé, que le di un bofetón, o las dos cosas, que cayó sobre la casa de muñecas y que se produjo un cortocircuito o algo así, y luego un incendio. Ella se quemó —quemaduras de tercer grado—, pero no sabe explicar si sufrió también una descarga eléctrica. Se quemó el pelo. Se le derritieron las medias en las piernas. Si por una vez en su vida hubiera llevado pantalones, quizá le habrían preservado algo. También se hizo algunas heridas en la espalda y en la cabeza, al clavarse astillas y el pararrayos de la mansión de muñecas.
Yo me desmayé. De agotamiento o de terror al ver el fuego y la niña encima. No sé bien lo que pasó. No puedo contarlo ni defenderme. Yo no creo que intentara matar a mi hija. Vamos, digo yo. Debió de ser un accidente, pero tampoco puedo demostrarlo. Sé que desde entonces todos hemos cambiado. Yo estoy resignada. No estoy amargada ni resentida. He perdido el cariño de mis hijas, pero tampoco se puede decir que lo tuviera cuando vivía con ellas. Mi marido ha encontrado trabajo en Flex y, por supuesto, ya no duerme en el sofá-cama. Después ha pedido el divorcio. Yo le dado todas las facilidades, y quizá acabe saliendo con alguna compañera de trabajo porque en otro sitio no creo que conozca a nadie. No puedo decir que aplauda la idea, pero tampoco le deseo nada malo. Amparo está muy apagada, muy callada; ahora sí está realmente traumatizada y creo que no quiere ver una minifalda ni en pintura. A mí tampoco. Me imagino que se está fraguando una futura clienta de psiquiatra para cuando los psicólogos acaben con ella. Y la pequeña, Martina, tan rubita, tan inocente, tan cariñosa a su manera, con esos ojillos tan vivos... Es lo que más me duele haber perdido. Martina, luz de mi vida. Aunque me odie, sé que puedo volver a ganarme su cariño. De otro modo ya me habría quitado la vida 20 veces. Es cuestión de que pase el tiempo, aunque sé que me voy a perder los mejores años de su vida. Como ya me perdí los míos.
Es la hora del rancho. Antes, recuento.
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