Hubo una vez un cielo empapado de estrellas. Yo lo recuerdo bien. Tenía seis o siete años, un vestido azul empapado -como el cielo aquel- de margaritas y un conejo de felpa rosa. Me tiraba en la hierba seca, con las manos sujetando la nuca y los ojos bien abiertos para que en el trote del firmamento no se me extraviara ninguna estrella. Yo las adoraba a todas, aunque fueran millones, e intentaba contarlas con el meñique, muy despacio, para no apagar ninguna. Hoy el cielo está seco, negro, enfermo. Echo mucho de menos el rocío estelar de aquellos días.