Aunque me avergüence, he de confesarlo: hoy, como nunca antes, no me encuentro en el espejo. Por mucho que abro los ojos, no puedo verme reflejado en él y eso me produce náuseas. Mi imagen ha decidido, sin más, salirse del cristal y esconderse en quién sabe qué lugar del cuerpo, la casa o la ciudad. Quizá esté en el clóset y tal vez fueron suyas las risillas que escuché cuando, de pie frente al espejo, descubrí que allí, yo no estaba.
No encontrar lo que se espera siempre es desagradable, peor aún cuando se trata de hallarse a uno mismo. Además del vértigo, un puñado de sensaciones angustiosas se arremolinan dentro de uno. Por un lado, me siento perdido, por otro, desnudo y por otro más, siento como si me hubiese caído el alma del cuerpo mientras dormía. Mi psicosis es tal, que he buscado la ropa más gruesa del armario y me la he puesto toda para quitarme la desnudez y el frío que el alma deja cuando se escapa.
Tendré que ir en busca de mi reflejo, antes de que sea demasiado tarde y lo encuentre distinto, más viejo y cansado. O mejor, lo esperaré aquí inmóvil, sin siquiera parpadear. Puede que venga cuando menos lo sospeche. Acaso vuelva con las manos en los bolsillos, como si nada hubiera pasado, o tartamudeando excusas tontas. Es probable que llegue embarrado en soberbia o que no llegue. La última posibilidad me trastorna.
Espero. No vuelve. Sigo esperando. No está aquí. Me duermo. No viene. Es otro día. No ha regresado.
|