Me acuerdo de mis manos que hace cinco segundos entrelazaban los dedos por el frío y los nervios. Y del vaso de cristal del que bebí agua y en el que dejé una gota de espíritu solitario; de la rosa muerta que deshojé ayer y sus pétalos resecos que se desvanecieron entre mis dedos.

Me acuerdo de las risas que nos echamos en la cama y de ese beso eterno que, según el reloj, no superó los treinta segundos. De mi abuelo que apagaba las luces y se sentaba en la cabecera de la mesa con una vela iluminándole la cara, para contarnos historias de terror; y del mismo abuelo enfermo, que olvidó mi nombre, pero aún con eso, en el último instante me sonrió.

Y de las pisadas de mi madre con los zapatos de tacón, y del eucalipto enorme que jugaba a las sombras chinescas al otro lado de mi ventana. Me acuerdo de un vestido celeste y de la niña que lo llevaba puesto, de sus ojos tristes, y de los saltos robóticos que daba al compás de una cuerda atada a un pino, mientras su padre yacía quieto en una caja de madera, cadáver de algún otro pino.

Me acuerdo de las largartijas que cazábamos en el patio con unos niños, de los que solo recuerdo las lagartijas atrapadas en sus manos. Me acuerdo de unas lágrimas que mojaron aquel vestido azul y que juré odiarlo toda la vida, y de la lluvia que anoche bailaba un charlestón en la azotea, y de la gota solitaria en el fondo del vaso que aún no se ha secado, y del correr nocturno de un río, ayer, hace dos, siete o quince años, en alguna ciudad borrosa.