Sus patas no tienen rumbo. Uno, dos, tres, cuatro pasos apresurados sobre la calzada. Un resto de pollo lo frena y sin darse cuenta de la cómica posición en la que queda, se detiene con la pata derecha levantada. Olfatea y su sabio instinto le murmura en la oreja que ese fósil no debe tener más de dos horas y que las pocas carnes de las articulaciones son aún manjar de dioses. Posa en el asfalto la pata que se le ha quedado acalambrada. Con el hocico toma el hallazgo y lo sujeta bien entre los caninos, para que ningún otro pirata urbano de cuatro patas pueda arrebatárselo.
Cinco, seis, siete, ocho pisadas. Su prisa no tiene motivos. Camina veloz, porque ninguno de los lugares por los que transita es de su propiedad. Ni la plaza, ni la avenida cercada por acacias, ni los adoquines de colores de los bulevares o los cestos de basura le pertenecen. Él lo sabe y por eso corre, siempre al frente, siempre al norte, siempre en línea recta. Los transeúntes que marchan con él –sin verdaderos motivos- no advierten su presencia, peor aún las lágrimas de sus ojos tristes que rodaron en noches de aullidos y soledad; el pelo sucio que alguna vez fue marrón claro, ni los mordiscos que recibió en alguna pelea callejera y que le avergüenzan porque se sabe amante de la paz.
Él tampoco los mira. Antes lo hacía con mucha frecuencia y en horas ociosas solía sentarse en la hierba para analizar rostros, clasificar posibles amos, identificar verdugos y reír con la cara boba de muchos. Lo que más le gustaba, en realidad, era reír. Ahora ya es costumbre olvidada. Su espíritu es de explorador y con tantos recovecos que todavía le quedan por escudriñar en la gran ciudad, no tiene tiempo ni siquiera para ensayar una rápida sonrisa. Le falta un par de dientes y aunque se rehúse a afirmarlo, la vanidad es otra de las razones que le impiden sonreír a sus anchas. Las demás razones solo las sabe él, pero las calla. Cien, ciento uno, ciento dos... se divierte contando pisadas. Se detiene otra vez y mira a su alrededor. Como siempre, se ha hecho invisible para todos. Ha encontrado el bajante de una tubería. Arroja el hueso dentro de él y lo empuja con la lengua. Ciento tres, ciento cuatro, ciento cinco... siempre al frente, siempre al norte, siempre en línea recta.
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