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Sus patas no tienen rumbo. Uno, dos, tres, cuatro pasos apresurados sobre la calzada. Un resto de pollo lo frena y sin darse cuenta de la cómica posición en la que queda, se detiene con la pata derecha levantada. Olfatea y su sabio instinto le murmura en la oreja que ese fósil no debe tener más de dos horas y que las pocas carnes de las articulaciones son aún manjar de dioses. Posa en el asfalto la pata que se le ha quedado acalambrada. Con el hocico toma el hallazgo y lo sujeta bien entre los caninos, para que ningún otro pirata urbano de cuatro patas pueda arrebatárselo.

Cinco, seis, siete, ocho pisadas. Su prisa no tiene motivos. Camina veloz, porque ninguno de los lugares por los que transita es de su propiedad. Ni la plaza, ni la avenida cercada por acacias, ni los adoquines de colores de los bulevares o los cestos de basura le pertenecen. Él lo sabe y por eso corre, siempre al frente, siempre al norte, siempre en línea recta. Los transeúntes que marchan con él –sin verdaderos motivos- no advierten su presencia, peor aún las lágrimas de sus ojos tristes que rodaron en noches de aullidos y soledad; el pelo sucio que alguna vez fue marrón claro, ni los mordiscos que recibió en alguna pelea callejera y que le avergüenzan porque se sabe amante de la paz.

Él tampoco los mira. Antes lo hacía con mucha frecuencia y en horas ociosas solía sentarse en la hierba para analizar rostros, clasificar posibles amos, identificar verdugos y reír con la cara boba de muchos. Lo que más le gustaba, en realidad, era reír. Ahora ya es costumbre olvidada. Su espíritu es de explorador y con tantos recovecos que todavía le quedan por escudriñar en la gran ciudad, no tiene tiempo ni siquiera para ensayar una rápida sonrisa. Le falta un par de dientes y aunque se rehúse a afirmarlo, la vanidad es otra de las razones que le impiden sonreír a sus anchas. Las demás razones solo las sabe él, pero las calla. Cien, ciento uno, ciento dos... se divierte contando pisadas. Se detiene otra vez y mira a su alrededor. Como siempre, se ha hecho invisible para todos. Ha encontrado el bajante de una tubería. Arroja el hueso dentro de él y lo empuja con la lengua. Ciento tres, ciento cuatro, ciento cinco... siempre al frente, siempre al norte, siempre en línea recta.

Texto agregado el 10-10-2005, y leído por 2170 visitantes. (6 votos)


Lectores Opinan
25-09-2006 wow... una exhibicion de hermosas palabras para hacer hermoso un relato cuyo protagonico lo ocupa otro hermoso can gracias por dejarme leer cosas tan lindas MIRACHE
03-11-2005 La pulcritud de tu escrito, es tan hermosa como la suciedad de nuestro amigo can. 'Ese pelo que alguna vez fue marrón...' es una hermosa y terrible frase. Hay un tango que se llama 'Sólo se quiere una vez' que dice una frase similar 'Al verte los zapatos tan aburridos y aquel precioso traje que fue marrón, las flores del sombrero envejecidas y el zorro avergonzado de su color'. Es increíle que lo hayas retratado tan bien: los perros, sobre todo los callejeros, son como una especie de 'cirujas' (término que en mi país se da a los hombres o mujeres que viven en la calle) del resto de los perros que pasan con sus amos. Así como nostros salimos de comer de un restaurant y nos cruzamos a los pobres mendigando en algún umbral. Me llegó mucho tu texto. Debe ser porque amo a los perros más que muchos humanos. Te felicito y te doy tantas estrellas como ha visto est hermoso perro en sus noches de vigilia. Claudio SilvioMilanes
02-11-2005 Todos somos un poco perros en esta vida. 5* Empty_words
20-10-2005 Muy bonito texto Pau, en verdad... he visto a traves de sus ojos. Un abrazo... Thais
10-10-2005 Me encantaron el ritmo del texto y tu sentido estético Iwan Iwan-al-Tarsh
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