Solo éramos él y yo en la habitación, nadie ni nada que pudiera salvarme de ese destello metálico que solía descubrir mis entrañas como si ni la carne o los huesos estuvieran para esconder lo que yo era y aún sigo siendo.
Él, brillante y reluciente, desafiándome a mirarlo, inmisericorde, riendo a carcajadas por mis temores estúpidos de ver mi cara reflejada en la suya. Reía con pausas insoportables, con esos ja acartonados y secos que no transmiten ni un ápice del optimismo que suelen propagar las risas convencionales.
Tras el séptimo ja (yo los contaba uno a uno, como si fuera una pena que hubiese tenido que pagar a cuenta de un delito no cometido), un silencio repentino cortó a gajos el insufrible carcajeo y me infundió valentías que me impulsaron a voltear la mirada.
Y lo vi ahí, con el mismo aspecto recio de todos los espejos. Era la primera vez que nos mirábamos de frente. Tenía de qué presumir el muy socarrón, pues la madera de nogal en la que había sido enmarcado le propinaba una terrible suntuosidad. Aún y con todo su donaire, yo -lo digo y me sorprendo- había perdido, sino todo, las tres cuartas partes del miedo.
Me acerqué todavía con temblores en el cuerpo y recorrí con mi mano su superficie helada. Vi las líneas de mi vida reflejadas y mis dedos delgadísimos extendiéndose hasta asirse de sus filos de madera; me vi a mí, vi mis ojos con mis propios ojos.
Detuve mi mano y, por primera vez, me percaté de que estaba aprisionada en el espejo de mis temores y, al mismo tiempo, libre para contemplarme. Reconocí entonces a la mujer reservada e insegura que aún le teme a la oscuridad y a las tormentas, que no encuentra mayor fortuna que la del ingenio humano, que adora el sabor agridulce que en el paladar deja la mora, que ama y se siente amada con ese amor que colma todos los rincones del cuerpo y que satura de alegrías el alma.
Vi a una mujer cansada de sentirse presa de un trabajo que no disfruta, que llora con mayor facilidad que un sauce y que no ve otra forma de desahogo mejor que la palabra escrita. Reparé en ella, ella que era yo misma y vi cómo se estremecía por dentro cuando cantaba o cuando sus dedos tropezaban con la textura de las hojas de un buen libro.
Ya sin miedos me encontré a mí misma y me percaté que no era tan sólo mi cara la que se revelaba, era también mi esencia la que se descubría sin pudor alguno... Lo miré, nos miramos, me miré a mi misma y miré más allá de mi cuerpo... Sólo él y yo en la habitación, sin nadie que pudiera salvarme de se destello metálico que solía descubrir mis entrañas.
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