Cuando una hormiga se encuentra con otra de un hormiguero distinto, comienza una batalla que sólo termina con la muerte de una de ellas. Y esto sucede entre hormigas de la misma especie. Pero existe una especie hace poco descubierta que no sigue esta norma. De esta forma, estas hormigas consiguen algo que ninguna otra especie logra: convertir todos sus hormigueros en un enorme hormiguero. Es fácil darse cuenta que su expansión ha de ser necesariamente rápida. Y así se explica que, proviniendo de Hungría, hayan llegado a este rinconcito de España, a Cataluña, concretamente a mi cocina.
Fue verlas en un documental de la televisión catalana y, a las dos semanas, aparecer por mis dominios. Al principio no me preocupé demasiado: usé ese frasco de insecticida que promete matar a todo tipo de insectos, a pesar de mis estúpidos escrúpulos, que no dejo de sentirme nazi en Auschwitz, tras lo cual me insulto, que cómo se me ocurre hacer tal tipo de comparaciones, que debo ser idiota, a lo que sigue una especie de ahogo provocado por el jodido insecticida del demonio, porque a todos estos pensamientos yo sigo con el dedo apretado en el difusor y, sin darme cuenta, casi me intoxico y soy yo el fallecido en lugar de las molestas hormigas.
Pero no sé si es que han desarrollado también un antídoto natural contra el veneno del insecticida, o es que son tantas que, con disciplina de hierro, siguen acudiendo en masa hormigas nuevas supliendo a las fallecidas, con un valor que tacharíamos de suicida, porque hay que tener poco apego a la vida para acudir a un lugar donde antes otros acudieron y sólo recibieron muerte. Pero supongo que las hormigas sobreviven por eso, porque carecen de miedos humanos, o quizá carecen de sentido de la conciencia individual, como las células de nuestro organismo, que no son nada sino siendo parte de un todo, un todo que no es sino un cúmulo de... ¿nadas? Mmmm... me estoy dispersando, ustedes disculpen.
La cuestión es que no lograba terminar con las hormigas. Ni tampoco usando los remedios caseros de la abuela, ni del abuelo, ni de la vecina, ni de un señor que pasaba por allí y se apuntó a la discusión recitando una fórmula de lo más disparatada que en un su pueblo es mano de santo, se lo juro, y lo dice así, con la vena del cuello hinchada y el gesto grave, como si no hubiera cosa más importante en esta vida que creer en su palabra.
Así que, dándole vueltas al problema me vino a la cabeza aquel refrán: “Si Mahoma no va a la montaña, la montaña irá a Mahoma” (cosa que nunca entendí, eso de que la montaña se empeñara tanto en ser escalada por Mahoma, si es que las montañas también son clasistas y distinguen según la profesión de quien les sube, si no será lo mismo que sea barrendero, médico o profeta, que parece ser que no, a lo mejor las montañas se reúnen en algún lugar para presumir “¿Sabéis quién me ascendió el otro día? ¡Mahoma, el profeta de Alá!”, dirá la montaña ufana, y las otras chirriando sus legendarias rocas, murmurarán “¡Mira que es presumida!”, mientras que el monte Calvario se ríe burlón con disimulo pensando en pobre tonta, que no sabe que el último profeta del verdadero Dios me subió a mí).
Aplicando pues, el famoso refrán, decidí que, ya que no podía acabar con las dichosas hormigas, trataría de entenderme con ellas. Como el lenguaje verbal no era sino una barrera –gritar, hablar despacio, cambiar de idioma, hablar al revés, hablar muuuy bajito, siseando, nada de eso servía- usé lo que a buen seguro ellas querían: mi comida.
Tenía en un armario una bolsa de pipas que hacía no sé cuánto tiempo estaba allí, presumiendo que las hormigas no tendrían escrúpulos respecto a la fecha de caducidad, coloqué una hilera de pipas que terminaba en un pequeño montón, paralelo a la zona por donde se movían. La cuestión era darles a entender que les daba comida, ganarme su confianza, hacerme su amigo. Al fin y al cabo, yo, para ellas, era una montaña.
Iba y volvía de la cocina esperando verlas aparecer, cada una sosteniendo lo que para ellas suponía una enooorme carga, esa imagen que me recordaba a la infancia, cuando de chiquillos mirábamos embelesados esas hileras perfectas, inquebrantables, de hormigas con una fuerza descomunal. Y precisamente con pipas, pipas de girasol, que parecía a veces que eran estos frutos secos los que caminaban, que se habían decidido por fin ante el descuido del quiosquero a sacar sus menudas patitas y huir, huir de su prisión de plástico, de su muerte segura entre dentelladas crueles para volver al campo, a su girasol, donde tomar el solecito de verano durante el día y refrescarse a resguardo del rocío a la noche.
No me defraudaron mis visitantes y pronto pude contemplar una escueta hilera transportando las pipas. No era esa hilera marcial, robusta, repleta de tráfico hormigueril que me esperaba, pero acudieron igualmente y, con admirable perseverancia, se iban llevando las pipas dirigiéndose al lavadero, hacia el patio de luces. Pude haberlas seguido para averiguar su hormiguero principal, pero no quise, no sé, me pareció que sería inútil, que volverían otra vez y seguro que más desconfiadas, que no serviría de nada que les pusiera comida, sí, claro majo, nos vamos a fiar de ti, que ya nos pusiste pipas y nosotras tan contentas con nuestro botín y tu generosidad, y luego era todo engaño para desgraciarnos nuestro hormiguero, pues ahora nos lo llevaremos de noche, cuando duermas, o cuando salgas, cuando no estés. No, no podía traicionar su confianza. El buen cazador ha de tener disparo certero, es verdad, pero más aún paciencia. De paciencia nos armaremos, pues.
El primer paso ya estaba dado. Había que seguir con los restantes. Compré más pipas y fui colocándolas en hileras cada vez más largas, cada vez más complejas, líneas paralelas, en zigzag, en espiral, formando curvas, cruzándolas entre ellas caprichosamente, rodeando algún mueble, añadiendo al final un montañita, más grande según la dificultad del trayecto, buscando siempre la complicidad de ellas, y recibiendo siempre su disciplina, una disciplina que nunca tuve yo, que me admiraba y que aborrecía, porque ellas siempre siguieron los pasos fielmente de los caminos que yo les indicaba, por intrincados que fueran.
Como premio a su obediente comportamiento, fui variando su dieta con diversos frutos secos, y no secos, cortándolos en diminutos pedacitos, llevando cuidado que fueran más o menos igual de tamaño, que ninguna se me sintiera ni privilegiada ni denostada, que todas eran igual de importantes para mí, quería hacerles entender que lo sabía, que sabía que todas ellas eran un organismo vivo, solo que dividido en múltiples piezas móviles, o quizá multiplicado en fragmentos, que también podía ser.
Tras un tiempo perfeccionando tanto la disposición como la variedad de los alimentos, llegó el día de dar un paso más allá, un paso importante, sino el que más. Como observé que ellas acudían por el día, dediqué una noche a limpiar a fondo la cocina. No usé insecticidas ni productos nocivos para ellas, no. No se trataba de matarlas. Consistía en dejarlo todo inmaculadamente limpio, sin el resto ni de la menor de las migajas. No debían encontrar nada que pudiera ser comida, nada. La misión me llevó toda una noche de actividad frenética, frenesí acentuado porque debía evitar en la medida de lo posible cualquier ruido. No debía despertar a los vecinos. Pero tampoco a ellas. Ya con el día despuntando, terminé. Me duché con abundante gel y me tumbé tan largo como era sobre una cama aún sin deshacer. En cuanto despertara, vería los resultados de mi idea, aún faltaba otro paso, el paso.
Cuando me dirigí a la cocina pocas horas después, llevaba entre mis manos una bolsa con deliciosas pipas sin cáscara tostaditas y ligeramente saladas, sus favoritas. Respiré hondo antes de abrir la puerta de la cocina, ahora sabría si mi plan estaba funcionando. Sí, allí estaban. Y como esperaba, esparcidas por el suelo de la cocina, dando vueltas como locas, perdidas, buscando la habitual comida y sólo encontrando limpieza pura y dura. Creí oler su desesperación. Y sentí con gran deleite la gran expectativa que creció en ellas cuando entré: lo había conseguido, me reconocían, sabían quién era.
Cogí un puñadito de pipas y me agaché al suelo ofreciéndoles mi mano, como cuando damos de comer a las palomas, que todos en Barcelona tenemos la dichosa foto de niños en la plaza Cataluña, rodeados de palomas, como si fuéramos una reencarnación de Francisco de Asís, atrayendo a los animales por nuestra naturaleza divina, cuando la realidad es que las palomas acuden por el arroz, que lo venden en bolsitas, porque las palomas de ciudad están más que acostumbradas al ser humano, ese bípedo que va siempre por el suelo, donde cagarse de vez en cuando y que el muy tonto nos da de comer por una foto. Como es obvio sabía muy bien que las hormigas subían contentas y nerviosas por mi mano únicamente por la comida, pero eso era lo que pretendía, que les fuera necesario. Y lo estaba consiguiendo.
De pronto, una de ellas me mordió. Apenas si sentí un leve, levísimo, pellizco puntiagudo en la base del pulgar, lo que llaman monte de Venus. En un primer momento me enfurecí, ¿cómo diablos se atreve, se atreven, a faltarme el respeto así, a morder la mano que les da de comer? ¿Es acaso un castigo? ¿Un inicio de rebelión? Dejé caer las pocas pipas que me quedaban en la mano y me dirigí al comedor, a fumar un cigarrillo, a reflexionar sobre el acontecimiento, porque lo era, algo en la base del cráneo se me iluminó, como una alarma, que me avisaba, me advertía que no podía considerar ese mordisco como mera anécdota, sino como algo mucho más importante, con mayor peso significativo del que pudiera parecer.
¿Y si fuera gesto de agradecimiento?, pensé, ¿algo así a un beso? La idea me enterneció, claro está, pero la mente me guió por otros meandros, eso de morder la carne me llevó sin saber muy por qué al canibalismo, quizá porque soy carne humana, porque estoy crudo, sinónimo brusco, soez, pero cierto, de estar vivo, quizá porque al canibalismo se le han unido siempre rituales de conexión sexual y mística entre la víctima y quien come. Quizá era eso, quizá era la expresión más sincera de que estaba en el buen camino, en esa intimidad que buscaba entre las hormigas y yo, la Hormiga, que a veces no sabía si usar plural o singular mayúsculo, si creemos lo expuesto más arriba, que todas ellas son en realidad uno, solo que divisible. O multiplicado, que también.
Debía ir más allá. A partir de ahora no tendrían comida si no fuera en mi presencia, si no fuera en mí. Así que volví a la cocina y volví a darles comida, esta vez a dos manos, en cuclillas un rato, de rodillas otro, sentado más tarde, que toda postura llega a cansar, y ellas subían por mí, me hacían cosquillas entre los dedos, recogían las pipas con alegría y, de tanto en tanto, alguna, quizá en representación de todas, o de Toda ella, me soltaba un mordisquito que ya no me enfadaba, al contrario, hubiera añorado su ausencia.
Los días iban pasando y me relación con ellas creciendo, como es lógico. De darles comida con las manos, pasé a exponer mis brazos desnudos y colocar sobre ellos las hileras de comida que antes exponía en el suelo. Pero me di cuenta que tenía que vencer mi pudor natural, inculcado por siglos y siglos de desprecio al cuerpo humano. Así que me senté desnudo antes de que ellas llegaran y coloqué la comida por mi cuerpo. Pronto me recorrieron entero, conociéndome, averiguando mis pliegues, mis grietas, mis llanuras, mis selvas, mis protuberancias, mis huecos... Así como reconocí en ellas su caminar, su ingrávido peso, sus mordiscos, su estado humor, cuándo estaban nerviosas por el aviso de una tormenta, cuándo plácidas, cuándo hambrientas, cuándo ahítas, cuándo agradecidas, cuándo indiferentes, cuándo sorprendidas por alguna variación en la dieta... Pero cuando ya creía conocerlas, lograron sorprenderme una vez más.
Era usual que en su caminar por mí, alguna de ellas entrara en mi boca o en un orificio como los de la nariz. Al principio las apartaba, con gesto entre asqueado por cierta inevitable repulsión natural, y paternal, como guía que era de ellas ante mi cuerpo, aunque muy pronto dejé de hacerlo al ver que ellas mismas salían rápidamente del orificio al no haber comida, además de que si se introducían en mi boca encontraban fácilmente la muerte ahogadas en mi saliva.
Un día, una de ellas se introdujo en mi boca, como tantas veces. De forma inconsciente, comencé a salivar, supongo que la presencia de un cuerpo ajeno provoca que las glándulas salivares cumplan su función. Lo único que hacía en tales ocasiones era abrir un poco más los labios, para dejar más claro la salida, pero nada más, yo impertérrito, inmóvil cual montaña, sin intervenir más que lo imprescindible, que ya hacía mucho ofreciéndome a ellas, que no debía comportarme más que como destino, y no confundir el amor de padre con la sobreprotección, no hubieran aprendido procediendo de forma diferente, si se ahogaba era ley de vida, que algunas perezcan en el intento de conseguir comida era normal, aunque ya dije antes que la mayoría salía nuevamente antes de que la muerte las dejara flotando bajo mi lengua, o en un resquicio entre mis dientes. Y eso fue lo que ocurrió aquella vez, la hormiga salió. Pero, para mi sorpresa, volvió a entrar, colocándose directamente bajo mi lengua, donde más saliva hay, como si fuera adrede, buscando la buen segura muerte que acabó encontrando. Y ese día fueron varias las que siguieron su mismo camino, su mismo trayecto, como avisadas por la moribunda del lugar al que tenían que acudir.
Así que mi comprensión sobre las hormigas, o la Hormiga, que tanto da, se vio completa. Faltaba responder la fatal pregunta, aquella que conluiría mis esfuerzos, aquella que cierra el círculo, ¿qué ocurre con la muerte de las hormigas? ¿Cómo y cuándo fallecen dejando al margen las que lo hagan por accidente? ¿Existe un cielo, infierno, limbo para ellas? ¿A dónde, a qué lugar van a parar cuando mueren? Iluminado por una leve sonrisa de satisfacción, me respondí, a la Montaña, siempre a la Montaña.
© ® Pedro Marín Mármol, 2003
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